La bella y la gacela

Ganador del concurso «Las mil noches y un amanecer»

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De esto hace ya más de ocho años, antes de que se sustrajera la estatua de La Bella y La Gacela del corazón de la ciudad. Fue la última mujer de la historia de Trípoli en contonearse desnuda. Yo me encontraba en el coche con mi padre. Él es un hombre tradicional de ElKedoua, una región rural a cuarenta quilómetros de Trípoli. Mi padre se abrió camino en la vida salvando todo tipo de obstáculos. Se hizo médico, a pesar de que en su momento soñara con convertirse en piloto. Cada vez que veía un avión surcando el cielo, me decía: “Fíjate en ese avión. ¿Acaso no es una maravilla?”

Me acuerdo de la forma de sus pequeños ojos negros y de las bolsas que le colgaban de ellos. No los entendía hasta hace poco, cuando probé aquella sensación de perder el sueño y descorchar una pesadilla que no parece tal hasta que está a punto de terminar.

Durante mi adolescencia, solíamos sentarnos en el parque de El Jardín de la Gacela a tocar la guitarra y cantar canciones cuyas letras no llegaríamos a captar hasta años más tarde. Yo cantaba con una voz horrísona, aunque todo el mundo me mintiera y me lisonjeara.

El parque lindaba con la estatua de La Bella y La Gacela, y había adoptado su nombre. Tenía mala fama. De prostitutas, drogadictos, locos y mendigos. “La escoria de la sociedad”, así los siguen llamando hoy en día. Pero la escoria es capaz de amar, eso es lo que no comprenden. A la primera novia que tuve la conocí en este parque. La besé en este parque. Toqué sus pechos en este parque. Eran las primeras tetas que tocaba en mi vida. Aquella vez cantó conmigo. Su voz era preciosa. La tachaban de puta, pero a mí no me importaba.

Solía decirle: “Tu cuerpo es como el de la bella y tu mente como una gacela.”

Cuando pienso en mis tácticas de ligoteo de aquel entonces, me río, en vista de lo trilladas que eran mis frases. Pero a ella la hacían reír. Se ruborizaba con, de pómulos, dos melocotones no del todo maduros. Sus ojos, esmaltados con el color de las hojas otoñales, brillaban embriagadores. Sus pechos consumaban a la mujer que, de ser una doncella, pasa a follar voraz y devoradora en un conato de despegarse de la tierra.

Desconozco el porqué, sólo sé que, últimamente, cada vez que la recuerdo, me viene a la memoria mi padre y la estatua de La Bella y La Gacela. Aquella vez que pasamos mi padre y yo por delante de la estatua de La Bella y La Gacela con el coche, me dejó frente a la mezquita de La Plegaria Islámica en la Plaza de Argelia, que se sitúa a unas pocas decenas de metros del Jardín de la Gacela. Me contó una historia que aún recuerdo perfectamente:

-Hubo una vez un hombre que le birló a su mujer un sujetador rojo. Al día siguiente, con las primeras luces del alba, se lo puso a la estatua de la bella antes de evaporarse. La bella presumió de sujetador hasta el mediodía. Nadie se atrevía a quitárselo. No había como ver las caras de los transeúntes al pasar junto a la estatua. Era desternillante.

En ese momento, mi padre se echó a reír. Me acuerdo cabalmente de su risa. No era precisamente retraída, a pesar de la timidez que se adivinaba en su rostro, sus ojos pequeños y sus labios azulados de tanto fumar. A mí me parecía apuesto, como una estatua que hubiera esculpido Miguel Ángel, o como un piloto que hubiera rescatado a su tripulación de morir en un accidente de avión.

El expolio de la estatua de La Bella y La Gacela ocurrió hace aproximadamente un año. Primero la dejaron hecha un colador y, unos meses más tarde, la hurtaron. Consecuentemente, el Jardín de la Gacela se convirtió en un jardín normal, como otro cualquiera de los de Trípoli. Un jardín sin flores, tan sólo infestado de ideas peregrinas fundadas en el vago recuerdo que la gente conserva de la chusma que moró en su seno en tiempos felices, ahora ya caídos en el olvido.

Tras la revolución, mi primera novia buscó asilo con su familia en el exilio. Su padre había estado involucrado en algo turbio con el gobierno anterior, eso fue lo último que supe de ella. No he hablado con ella desde hace años. No obstante, el día que robaron la estatua, mi padre volvió a casa mohíno y con el ceño fruncido por las malas noticias, y yo me acordé de ella. Me la imaginé riendo, recordando, a su vez, mi modo de cortejarla, con aquellas expresiones tan manidas, para luego echarse a llorar por su situación actual. Después, recordé los andares que gustaba de gastar al pasar junto a la estatua de La Bella y La Gacela, cuando iba de camino a encontrarme con ella. Yo también era escoria, pero de la calaña que sabe sonreír cuando acude a una cita con la belleza.

 
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Escrito por Ali Latife.

Elige tu propia aventura

La Estatua de la Bella y la Gacela apartó la mirada cuando los vio flirtear con el peligro de hacerse adultos.

a) Todavía tenían que apretarse mucho más los machos para afrontar encontrarse un día habitando unos cuerpos que no sólo hubieran crecido en tamaño, sino también en voluptuosidad y atractivo.

b) La sociedad habría tenido mucho que decir acerca de su falta de comedimiento.