Las plazas y rotondas son donde reside el espíritu de las ciudades. Ya decía mi hermano el poeta que, para apercibirse del carácter de una ciudad, debe uno pasar tiempo en sus plazas y rotondas. Mi profesor de historia parecía compartir la opinión de mi hermano, pues solía aseverar que es justamente en las plazas y rotondas donde la muerte queda de manifiesto. Yo tuve el dudoso honor de poder corroborar dicha teoría cuando, de camino a casa un día, presencié un accidente de tráfico que se cobró la vida de un motorista en la rotonda de las Siete Fuentes. Y yo me pregunto, con lo que cuesta poner una señal de tráfico, ¿qué necesidad hay de dejar nuestro destino en manos de la ciudad, de la que sabemos que es una veleta?
Lo único que la rotonda de las Siete Fuentes de nuestra ciudad comparte con las de Alepo y Damasco del mismo nombre es precisamente eso, el nombre, pues su mecanismo de propulsión de agua se halla más tiempo roto o simplemente apagado que en funcionamiento, y lo que la cerca son apartamentos cualesquiera, en vez de edificios gubernamentales o sedes de multinacionales.
Cuando el calor aprieta, que por estos lares ocurre con bastante frecuencia, la gente sale huyendo al exterior de los hornos en los que se convierten los edificios de cemento donde vive hacinada. Esto dificulta sobremanera que las parejas de enamorados se valgan de la vía pública para darse el lote, que es algo que está muy mal visto en mi ciudad. Yo, por ejemplo, todo el trato que he llegado a poder cultivar con los miembros del otro género se ha reducido a intercambiar fotos y compartir canciones vía satélite. Una vez, llegué incluso a recibir un beso virtual de una de las chicas que aparecían en la lista de la gente que se hallaba dentro del radio de alcance de la señal Bluetooth de mi móvil, aunque, a saber, tal vez se trataba de un cuarentón barrigudo que se encontraba en aquel momento divirtiéndose a costa de los individuos de tierna edad, ingenuidad galopante y hormonas alborotadas mientras se fumaba su cachimba en el garito de la esquina.
En una excursión que hice a Damasco durante la mili, me pararon en un puesto de control y me cobraron un peaje de cincuenta libras. Aquello me mosqueó, porque no entendía a qué venía la clavada. No fue hasta después de acabar la mili que me cosqué de que había pagado por no conocer todo el abanico de acepciones que abarca el término de “las siete fuentes”, cuando, al pasar un día por el puesto de control que se encuentra a pocos metros de la rotonda de ídem, vi a uno de los agentes interpelar a un conductor diciendo:
—¿Cuántos de vosotros tenéis “las siete fuentes”? —a lo que el conductor contestó ofreciéndole lo que tenía todos los visos de mordida:
—¿Siete como las Siete Fuentes?
El agente aceptó lo que el conductor le tendió acto seguido, y le dejó pasar canturreando:
—Siete como las Siete Fuentes.
La primera manifestación contra el régimen que se convocó en mi ciudad acabó en baño de sangre en la rotonda de las Siete Fuentes, pero aquella no sería la última vez que la rotonda terminaría teñida de púrpura. Cuando el régimen perdió el control sobre la ciudad, se convirtió en el blanco principal de los cazas que la sobrevolaban casi a diario. A los pilotos les debía tener fascinados la facilidad con la que podían hacer picadillo de lo que, desde las alturas, debían figurarse que eran hormigas que circulaban hacendosas por la rotonda.
Hace tres días, unos barbudos emplazaron una caja de pino en el centro de la rotonda de las Siete Fuentes. Seguidamente, arrestaron a un hombre de mediana edad y lo metieron dentro. Al finalizar la oración de por la tarde, lo sacaron y lo hicieron desfilar por las calles de la ciudad al tiempo que lo presentaban como una bestia inmunda y alentaban a los niños y a los oligofrénicos a que se acercaran y escupieran.
Hoy, al pasar por delante de la rotonda de las Siete Fuentes, he visto que se encontraba atrayendo a una gran afluencia de gente. Picado por la curiosidad, me he acercado para averiguar cuál era el foco de atención. Allí, tirado sobre el asfalto, se hallaba un hombre de unos cincuenta largos con las piernas atadas, el cuerpo hinchado y la piel descolorida. Tenía las manos horadadas, lo cual me ha indicado que seguramente había sido sentenciado a morir por crucifixión. Me sonaba su cara. Sus ojos vacíos se clavaron en los míos. Su mirada, que parecía hallarse espoleándome a que lo reconociera, recordaba a la del primer fiambre que había visto de cerca en mi vida. De pronto, caí. Era mi antiguo profesor de historia.
Escrito por Mahmoud Alhsan.