El traje

Aden, Yemen

En Adén, mi ciudad, es como tarde en el instituto que los chavales deben comenzar a plantearse a qué se van a querer dedicar profesionalmente en el futuro. Yo no lo tenía nada claro, pero de lo que no me cabía duda era del tipo de trabajador que quería ser, a saber, de los que llevan traje, cartera de cuero, gafas de sol de marca y puede que hasta peinado de estrella de cine. Me gustaba imaginarme zangoloteando todo emperejilado por la calle.

Tras acabar el bachiller, me metí a estudiar en la universidad lo mismo que eligieron la mayoría de mis compañeros de clase y, durante la carrera, me dediqué fundamentalmente a ahorrar para poder comprarme el traje con el que deseaba poder ir ataviado a trabajar cuando me contrataran para un puesto que prescribiera un código de vestimenta que me permitiera ir hecho un pincel por la vida.

Lo primero que hice nada más licenciarme fue ir a la sastrería más chic de toda la ciudad y adquirir el traje de mis sueños. Salí de la tienda exultante, sintiéndome un hombre nuevo, uno con un futuro prometedor por delante. Era como si me hubiera agenciado el instrumental que me fuera a catapultar al éxito y ya nada pudiera interponerse en mi camino.

Me lo probé en cuanto llegué a casa y me miré en el espejo. ¡Me quedaba que ni pintado! Aquella tarde me la pasé entera sacándome fotos con el móvil. Quería documentar el momento en el que mi realidad daría un vuelco, pues estaba convencido de que aquel traje iba a abrirme infinidad de puertas. Cuando por fin se me pasó el ataque de euforia, colgué el traje en su percha, lo estiré, lo metí en su funda y, seguidamente, lo guardé en el armario, donde me propuse dejarlo hasta que se presentara la ocasión de lucirlo.

Transcurrió una semana, después un mes, luego un año, dos, tres, y la ocasión seguía sin presentarse. Ni había conseguido trabajo, ni me había decidido a fundar un proyecto propio o a buscar suerte en el extranjero, como la mayoría de mis antiguos compañeros de clase, … Seguía en Adén, yéndome de marcha, pescando cerca del puerto, …

Cada cierto tiempo, abría el armario para comprobar que el traje siguiera en su sitio y me preguntaba: “¿cuándo llegara el día?”, hasta que un día me dije: “¿a qué estoy esperando?”, y lo saqué del armario. Le sacudí el polvo y me lo puse. Me iba un poco grande, lo cual no era de extrañar, considerando lo que había languidecido suspirando por que mi destino cambiara.

Me puse delante del espejo a acicalarme y peinarme del modo en que me solía imaginar de mozalbete que llevaría el pelo cuando vistiera de traje, me calcé los zapatos que iban a juego y que compré en su momento para llevar con la indumentaria en cuestión, me puse también unas gafas de sol chulas y salí a la calle. Me sentía invencible.

La gente se quedaba mirándome, algunos con asombro y otros con desdén y una pizca de envidia, lo cual me hacía sentir importante. Había incluso quien se paraba a felicitarme creyendo que me habían contratado poco menos que de ejecutivo en una gran empresa. No iba a ser yo quien los desengañara. Pese a saber que todo aquello no era más que una farsa, llevaba años pasando desapercibido, y aquel aspecto que había adoptado me permitía fantasear con cómo sería ser alguien que inspira respeto. Al fin y al cabo, ¿qué había de reprochable en ello? Mientras no hiciera daño a nadie, si me levantaba la moral hacer el paripé para que gente que no me conocía de nada me masajeara un poco el ego, …

Como era de esperar, al volver a casa, me dio el bajón, porque se me hizo mucho más presente todo lo que no era. No obstante, me di cuenta de algo fundamental, véase, que no podía quedarme esperando a que la felicidad me saliera al encuentro, pues, aunque lo bueno se haga de rogar, hay que vivir el momento, y sólo quien la sigue, la consigue.

 

Escrito por Muneer Muhammad Binwaber.