La vaca

habitantes de imilchil

Un día, el patriarca, el jeque del pueblo, anunció:

-Pasado mañana nuestro pueblo recibirá visita de una delegación gubernamental de alto rango que ha sido comisionada para informar de nuestros malestares a los órganos de decisión de las altas esferas. Debemos darles la bienvenida como corresponde y organizar una fiesta de una fastuosidad sin precedentes en la historia de nuestro pueblo. A tal fin, debemos sacrificar una vaca «de un color llamativo que deleite la vista de los presentes» (El Corán, azora 2, aleya 69).

En ese momento, intervino el palurdo del pueblo:

-Y, ¿dónde habremos de dar con una vaca de semejantes características?, oh, gran jeque.

-Una pregunta muy atinada. Veo que eres más espabilado que la mayoría de los zoquetes de por estos pagos.

Se puso el jeque entonces a rumiar su respuesta y, de pronto, vio cómo la anciana del pueblo subía bamboleándose por la ladera de la montaña con su burro, que constituía cuanto le había legado su difunto marido, pues este había resultado ser estéril. Emulando a Arquímedes en el momento en el que, sin salir de la bañera, se cayó del guindo, se puso a pegar alaridos:

-¡Eureka, eureka, eureka! Ya lo tengo: La anciana del pueblo es la única que posee una vaca, por lo que acudiremos a ella para pedirle de buena fe que se sume a la causa y, por el bien común, nos haga entrega de su vaca, en aras de tener que ofrecerles de yantar a nuestros honorables invitados.

A continuación, el palurdo comentó:

-¿Y qué pasa si se niega a regalarnos su vaca?

-No digas sandeces. De hecho, no sé a qué esperas para ponerte en marcha. De ahora en adelante, eres el encargado de ejecutar nuestro plan maestro. Así, a malas, si se corre la voz de que ha desaparecido la vaca de la anciana del pueblo y las malas lenguas tratan de malmeter y darle la vuelta a la tortilla, no será difícil convencer a la gente de que ha sido todo cosa del palurdo del pueblo, que, fiel a su naturaleza de palurdo, descendiente de un largo linaje de palurdos constatados, ha vuelto a hacer de las suyas.

-Oh, gran jefe, escuchádote he y obedecerte mi cometido haré.

Acto seguido, se levantó la asamblea del pueblo. No obstante, el anciano jeque se quedó devanándose los sesos sobre la estrategia a seguir para pillar a la anciana del pueblo desprevenida, pues, con el tiempo que esta llevaba dedicándose a las labores del campo de sol a sol, se le había curtido el carácter.

Alguien llamó a la puerta. Al abrir, la anciana del pueblo se encontró al jeque susurrando para sus adentros. Se había pasado tanto rato buceado en las aguas de la premeditación y la alevosía que se le veía venir a la legua.

Nada más saludarse, él profirió:

-Kiu, pasado mañana nos visita una delegación gubernamental de altos vuelos para poner término a nuestro aislamiento, para remediar la situación tan deplorable en la que nos hallamos, sin centros de salud, sin escuelas, sin tendido eléctrico, … Todo cuanto deseamos es poder recibirlos en condiciones, dando un banquete en su honor. Pero para ello, necesitamos que nos ofrendes tu vaca.

La anciana torció entonces el morro y le abroncó indignada:

-¿Con qué cara te presentas en mi casa para pedirme algo así? ¡Lo que sea menos mi vaca! ¡La leche, la nata! Mi vaca es mi fuente de alimentación y, salvo por mi fe en Dios todopoderoso, lo único que me queda en este mundo.

Cerró la puerta de un portazo y se aseguró de bloquearla para que nadie pudiera abrirla desde fuera. El autoritario jeque dio media vuelta y se alejó mascullando. Decidió entonces tramar un plan aplicando las tácticas de combate que había aprendido en el ejército durante la Guerra de Indochina. Mandó llamar al palurdo y le ordenó que se ocupara de resolver todo aquel asunto tan espinoso de la vaca esa misma noche.

Al atardecer, el palurdo se infiltró a hurtadillas en el establo de la anciana. Esta lo sorprendió y el palurdo le pegó un navajazo que le hizo perder el conocimiento. Después, huyó como alma que lleva el diablo tirando de la vaca.

Al día siguiente, los aldeanos degollaron la rolliza vaca de color llamativo, montaron una gran tienda de campaña y empezaron a tocar tambores y flautas. Asimismo, las mujeres soltaron sus atiplados gritos protocolarios y bailaron al ritmo que marcaba Satanás.

Tras una larga espera, los aldeanos lograron por fin vislumbrar en el cielo el helicóptero que trasportaba a la delegación. Todo el mundo se apresuró a levantar la voz para que los hombres del cielo pudieran oírles y atender sus súplicas.

El jeque autoritario recibió a la comitiva y todos se sentaron a la mesa. Tras el gaudeamus y el espectáculo de danza popular, el presidente de la delegación se irguió y comunicó:

-Quisiéramos anunciar, en primer lugar, que lamentamos profundamente vuestras condiciones de vida. Creednos cuando os decimos que últimamente hablamos más de vosotros que de nuestras propias familias. Somos enteramente conscientes de lo mucho que padecéis.

Prosiguió con su discurso sin dejarse perturbar por la trápala que generaba al percutir contra la lona de la tienda de campaña la lluvia que había empezado a caer hacía un rato:

-Hablad sin tapujos, hacedme saber qué os abruma. No temáis, este es vuestro momento.

Acto seguido, la anciana alzó la voz:

-Señor, ¿se puede saber dónde está mi vaca? No se apure, yo se lo digo. ¡Se la ha zampado sin reparo alguno antes de pronunciar su discurso! Debe saber que me la quitaron a la fuerza. ¡El jeque y el palurdo se compincharon para afanármela!

El presidente exclamó entonces acongojado:

-¿Es eso cierto? ¿Me la he comido? Señora, le agradezco su sinceridad. Mañana mismo recibirá una compensación.

Pasaron los meses y a estos los sucedieron los años. El mandato de aquel gobierno llegó a su fin y a la anciana no le quedó otra que hacerse a la idea de que no volvería a ver una vaca en su establo en lo que le quedaba de vida. Nunca más volvió a beber leche.

 

Escrito por Slimane Ouardi.

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Poder creerse el cuento de la lechera es un chollo comparado con tener uno que

a) comprarse una vaca.

b) ponerse a régimen de leche de soja.