Dahab

Dahab, Sinai Peninsula, Egypt

Por primera vez en su vida, Dahab iba a visitar la ciudad que le daba nombre. Se lo había puesto su padre, porque era su ciudad favorita, donde supuestamente se recluía cuando se ausentaba, que ocurría a menudo cuando ella era niña. La espera a que él regresara siempre se le hacía eterna, porque su padre nunca las avisaba de su llegada con antelación y, por lo tanto, siempre podía estar al caer en cualquier momento. Cuando finalmente se asomaba por la puerta, lo hacía con un regalo bajo el brazo. Una vez le trajo un collar de conchas; otra, una piedra con su cara grabada sobre su superficie; otra, un vestido de colores de estilo beduino tejido a mano, … Del mismo modo sorpresivo en que aparecía, volvía a desaparecer, hasta que un día se largó para no volver.

Nunca llegó a saber lo que fue de él. Según su madre, a juzgar por su estado mental y su forma de funcionar, lo probable era que hubiera acabado en alguna cuneta en mitad de ninguna parte. De todas formas, a su madre no le gustaba hablar de él, pues sólo de recordar lo canutas que se las había hecho pasar cuando las abandonó, le hervía la sangre.

Dahab representaba para ella el agujero negro que subyace a la cara bonita que el mundo se complace de presentar. Siempre le había parecido que debía quedar lejísimos, debido a que, en su infancia, su padre les tenía terminantemente prohibido a su madre y a ella ir a visitarlo a Dahab, porque, según él, aquella ciudad era donde se había montado su santuario, donde gustaba de encontrarse consigo mismo, y ellas no tenían ningún derecho a violar su espacio privado. No fue hasta que, ya de mayor, sus amigos le comentaron tras volver de un viaje a la Península del Sinaí que Dahab, por la que habían pasado furtivamente porque quedaba a un tiro de piedra de Sharm el-Sheij, que era la ciudad donde se estaban quedando, no era nada del otro mundo, que se percató de hasta qué punto en su cabeza la había situado siempre como en otra dimensión.

En una ocasión, su madre le dijo que la verdadera razón de que su padre viajara a Dahab con tanta frecuencia era que tenía otra familia allí. Al oír aquello, ella se enfadó muchísimo y no quiso creerla, pero después de que su padre se esfumara, al ver que no regresaba al cabo del tiempo, comenzó a sospechar que tal vez su madre hubiera estado en lo cierto. Se dio cuenta de que su padre la había estado obsequiando todos aquellos años con lo que le había hecho creer que eran prendas de su amor paterno, cuando aquellos cachivaches, en el fondo, sólo habían servido un único propósito, el de acallar su propia conciencia, y ella jamás le había importado en lo más mínimo. En consecuencia, los regalos que su padre le había traído de Dahab cuando era niña, que había preservado con celo durante años, fueron perdiendo valor a sus ojos, hasta acabar arrumbados en el fondo de un cajón.

A veces, se paraba a estudiar el semblante que se hallaba grabado en la piedra que le había regalado de niña y se preguntaba si aquellos eran efectivamente sus rasgos o eran los de alguna de sus otras hijas.

Dahab era una gran retratista. Pintaba desde pequeña y tenía cuadernos enteros llenos de dibujos en los que se reconocía la cara de su padre, que acostumbraba a ponerse a pintar cuando lo echaba de menos. Dejó de pintar su rostro cuando perdió la esperanza de que fuera a regresar. Un día, años más tarde, decidió, no obstante, volver a retratarlo. Sin embargo, de pronto, se percató de que era incapaz de recordarlo. Aquel descubrimiento la sobresaltó, como es natural, porque era el rostro que más veces había dibujado en toda su vida, pero cuando realmente comenzó a preocuparse fue cuando, unos días más tarde, salió a la calle, se tropezó con un antiguo compañero de clase y no supo de quién se trataba.

Cuando le refirió a su madre lo sucedido, esta la acusó de haberse sacado su condición de la manga y de ser como su padre, al que, según ella, le iba lo de hacerse el mártir. No obstante, aquello de no reconocer a la gente que se cruzaba por la calle le siguió ocurriendo y, finalmente, su madre accedió a que fuera a consultar con un médico.

Después de examinarla exhaustivamente y realizarle una serie de pruebas, el médico le comunicó que los resultados obtenidos no habían sido concluyentes y que, por lo tanto, sólo podía prescribirle una serie de ejercicios para ayudarla a recuperar la memoria con el tiempo. Uno de ellos, consistía en intentar asociar las caras de la gente con la que se topaba con los lugares en los que las veía o recordaba haberlas visto con anterioridad.

Fue entonces cuando cayó en la cuenta de que, para volver a recordar la jeta de su padre, no le quedaba más remedio que visitar Dahab, donde, con un poco de suerte, podría encontrarla grabada sobre la superficie de una piedra o en la mente de aquellos que compartieron con él la vida de la que no quiso hacerles partícipes a su madre y a ella.

Sin pensárselo dos veces, se puso a hacer las maletas, decidida a emprender el viaje que le pudiera llevar a encontrar sentido a su historia y, por ende, a curarse las heridas.

 

Escrito por Reem Mahmud Mohamed Sherif Hassan.