La llovizna y el medio disco solar anaranjado beatifican enero, que se asoma desde detrás de las pocas horas que le quedan de vigencia y extiende sus faldas sobre los hombros de la ciudad del Cairo para ungirla, primero, con su calor y, al cabo, con su bendición.
Las pisadas de los peatones, el pitido de los agentes, las voces de los vendedores ambulantes y el silbido de los trenes al arrancar animan el lugar con música alegre, que se manifiesta ora en vítores que reciben al que se hallaba ausente, ora en la melodía que se presta para despedir al que ha de zarpar, que suena como si llovieran pétalos de violetas.
Con su elegante vestido rojo, como una efigie del cumpleaños, una princesa salida, de golpe, de un cuento de hadas, cubre la distancia entre el portón de entrada a la estación y la antigua cafetería con el cartel nuevo, las sillas de plástico y los manteles amarillo chillón en ambos sentidos, yendo y viniendo.
Con mirada y cabellera desmelenada inspecciona los trenes que ya han llegado o están al caer.
Mis ojos han quedado crucificados en las jambas de los suyos, que hacen de mi corazón una estufa que licua cualquier plan fuere para el futuro inmediato o el más lejano. Tan sólo esperan a que ella abra la veda y les lance el guiño de por los siglos de los siglos, ritos de reconocimiento y pleitesía.
No está a fijarse en mí, pues tiene los ojos ocupados en inquirir a los empleados de la estación, los maquinistas, los vendedores de periódicos, los inspectores de las vías, los árboles del camino, … acerca de otra persona, que ha de aparecer en cualquier momento.
El sol huye de este clima tan desapacible y la abandona a ella a su gracil zangoloteo de bailarina de ballet, a la que se quedan prendadas las miradas de todos los allí congregados, los silbidos de los trenes, las voces de los porteadores, mientras que, a su alrededor, comienzan a chispear acompasadamente flores de vainilla.
Dejo los bártulos que he ido acumulando durante treinta y cinco años en el desván que ella gestiona en su fuero interno, donde cogen polvo los recuerdos de tiempos pasados. Mi canoso corazón escribe la fecha y yo la leo en voz alta. Las taquillas de venta de billetes, mis gafas, la última llamada para la última salida del último tren. Lo olvido todo y me convierto en un discípulo del soportal de sus ojos esmeralda, que tiembla asaeteado y se compadece de sí mismo, por haber perdido toda una vida a orillas de ese torrente en cuyas aguas puede ahora zambullirse por fin y hundirse lentamente, pues todo por cuanto le queda luchar en este mundo es por morir de amor.
Resuelvo, no obstante, no morir, y, en un arrebato de osadía inusitada, decido acercarme y presentarme. Sigo sus pasos, mi pecho se hinche del olor a café que la envuelve. Se sube al tren con ojos abatidos. Camino en paralelo a ella por el andén. Se sienta junto a la ventana. Proyecta su mirada hacia el cielo. Me acerco a su ventana. Repara en mí. Mira en mi dirección por vez primera e inspecciona mi rostro. Casi me desmayo en el acto. Me recompongo y me arrimo aún más a la ventana, pero su mirada se retrae recelosa. Suelto un suspiro estentóreo para que reverbere contra el frío cristal de la ventana, cuyo vaho enseguida lo empaña. Recobro el sentido y, sin sentir, dibujo un corazón.
Entonces, ella sonríe, y el sol de sus ojos refulge y me enciende el espíritu. Entretanto, el tren se pone en marcha, indiferente a mi presencia.
Despide un pitido horrísono y arranca. Me quedo un rato como clavado in situ. Para cuando trato de salvar la distancia entre ambos echando a correr tras él, es demasiado tarde. Hago recuento de las pérdidas y palpo la concavidad en la que antes moraba mi corazón. Flores de vainilla caen lentamente en derredor.
Me cargo las maletas a la espalda y me aproximo al empleado que se encuentra embutido en la garita del puesto de venta de billetes. Le pregunto por un tren con destino a Alejandría y hete aquí que el que acaba de salir es justamente el que me ha arrancado el corazón del pecho. El cielo se me desploma y cae en pedazos de furia y desesperación a mi alrededor.
Le pregunto al empleado por la hora de salida del próximo tren.
El empleado me responde desde detrás de los gruesos cristales de sus gafas y con la urgencia de quien siente la perentoriedad del final de su jornada laboral de ocho horas en los últimos minutos: “Aquel era el último del día.”
Escrito por Muhammad Sayf al-Badr.