A la muerte de su hija, dejó de poder quedarse embarazada. Su marido tampoco se dejaba ver mucho por casa. Fue él quien, al echarse a sus brazos cuando ocurrió, asía la muñeca de su hija con fuerza, la misma a la que ella necesita poder acariciar el pelo todas las noches antes de acostarse para poder conciliar el sueño. Se acuerda de cuando, al levantarse, su alma seguía en el suelo. Su marido se agachó a recoger la serpiente muerta que le había lanzado su suegra porque estaba convencida de que su nuera estaba poseída por un espíritu de melancolía, al que había que pegar un susto para que abandonara su cuerpo y ella pudiera volver a quedar encinta. Hacía ya tiempo que se le había vencido el plazo que se les concede a las mujeres para estar en barbecho. También recuerda la última vez que la estrechó; ella ya no respondía. Le besó la frente; le llegó su olor. Le pellizcó la barbilla; tenía la piel seca. Le enjugó las lágrimas que le rodaban por las mejillas; sus ojos ya no se cerraban. Momentos más tarde, se hallaba pataleando en el suelo y suplicando a su suegra entre sollozos que no se la llevara. Era su niña. No logró, no obstante, que esta se apiadara de ella. “Ya no hay nada que puedas hacer. Ahora toca bañarla y preparar el cuerpo para el entierro”, alegó.
—Ale, vamos al cementerio a que se te quite lo que se te ha metido dentro para que me puedas dar otra nieta, que llevas ya varios meses sin conseguir quedarte preñada.
El exorcismo había comenzado hacía ya unas semanas. Primero, lo de la serpiente, después la obligaron a matar un perro callejero en un barrio desértico y a saltarlo por encima, y hoy tocaba una visita al cementerio. Debía exhumar el cuerpo de su hija. Sólo así podría espantar al alma en pena que la habitaba. Accedió porque sabía que Dios no sometería al cuerpecito de su hija al proceso de descomposición que sufren el resto de los embalajes que dejamos en este mundo. Había fallecido antes de que le diera tiempo a cometer pecado alguno en una clínica medio en ruinas.
Llegado el momento, se pusieron en camino, campo a través. Los espantapájaros graznaban, la comparsa femenina que la acompañaba la hacía sentirse asediada por una bandada de cuervos con buenas intenciones, el sol pegaba de lo lindo y había unas mariposas que revoloteaban entre las cañas que flanquean el canal. Llegaron al cementerio y allí, entronizado sobre una higuera gigantesca, como presidiendo la sesión, se encontró al jefe de los cuervos. Unos cabritos negros hacían cabriolas sobre las tumbas. En un aparte, se erguían los mausoleos de los padres del Islam, quienes merecían todo el respeto en su mundo.
De pronto, se le comenzó a acelerar el pulso; le faltaba el aire. No obstante, mantuvo la compostura, que la tenía muy ejercitada últimamente. Fue sorteando las tumbas hasta que una de las mujeres de su comitiva le señaló la de su hija. Se sentó a su vera y se puso manos a la obra. No había de temer la oscuridad frente a sí, sólo la que la acechaba por detrás. Aún así, no lograba librarse del malestar que la invadía. Asió la pala que le alcanzaron con fuerza y comenzó a desenterrar a su hija con frenesí. Por un instante, creyó oír su voz, llamándola desde las profundidades. Finalmente, dio con su cuerpo, que aún se hallaba envuelto en la sábana en la que la habían dado sepultura, aunque el estado que presentaba la misma no fuera el de antaño. No quedaba ni rastro del olor de su hija en el tufo a podrido que desprendía. Le acarició la barbilla y le enjugó el recuerdo de sus últimas lágrimas. Seguidamente, se desmoronó. Alzó la voz al cobarde que se amparaba en las alturas, berreando:
—¿Dónde está el mesías ese que nos has prometido? ¿Dónde está la vara de Moisés cuando la necesitas para que obre milagros? ¿Dónde la magnanimidad de los venerables antepasados? ¿Por qué me la has arrebatado?
Los cuervos se sumaron a su graznar, hasta que el clamor se volvió insoportable. Gritaba intentando cancelar el ruido exterior. Entonces, las mujeres que la habían escoltado hasta allí se le acercaron, la rodearon, la aplaudieron y la felicitaron. De pronto, oyó la voz de su marido llamándola de lejos.
—Somayah, larguémonos de aquí.
La abrazó, con toda aquella gente mirando. Le había traído la muñeca de su hija. Ella se la llevó a la nariz y una extraña sensación de paz la embargó. Aún conservaba su olor.
La autora, Amera Ayman Badawy:
Escritora de relatos egipcia. Co-fundadora de la asociación literaria «La Discusión». Se dedica fundamentalmente a escribir literatura infantil.