Me duele que no quieras hacerme partícipe de tus aventuras. Llevo ya un mes sin recibir noticias tuyas. Tienes el teléfono apagado y ni me devuelves las llamadas ni respondes a mis mensajes. Me hallo tan fuera de mí que llamo a mi madre sin siquiera atender a la hora que es. Nada más descolgar el auricular, me pega un bufido. La he despertado. No tiene ni idea de dónde podrías estar, con lo que no sólo no logro avanzar en mis pesquisas por dar con tu paradero, sino que además me tengo que morder la lengua cuando, a renglón seguido, me lee la cartilla por haber hecho caso omiso a sus advertencias acerca de irme a vivir contigo. Cuelgo y me pongo a hojear mis antiguos cuadernos en la esperanza de encontrar algún garabato que me permita revivir los buenos momentos que compartimos. En efecto, enseguida detecto tu aroma, que se había quedado atrapado entre las páginas. Lo inhalo y trato de retenerlo durante el máximo tiempo posible. Al fin y al cabo, es todo cuanto me queda de ti. Ni siquiera me has dejado en prenda la posibilidad de satisfacer mis ganas de rastrearte en el fondo de una botella. Me desgarra el alma pensar que las locuras que hacíamos juntos son cosa del pasado. Abro el álbum de fotos para que me evoque la sensación que me provoca verte sonreír. No obstante, enseguida he de constatar que se echa en falta la dimensión que le aporta a tu imagen tenerte delante en carne y hueso.
Desesperado, decido regresar a nuestra ciudad natal. ¿Cómo es posible que Dios nos haya dejado en la estacada? ¡Cómo me gustaría que me pararan el mundo para poder apearme! Tal vez sea eso precisamente lo que has hecho tú, largarte a otro planeta, a probar suerte entre los marcianos, que no pueden tenérselo tan creído como nosotros los humanos, a quienes todavía nos cuesta hacernos a la idea de que, con lo acostumbrados que estamos a sentirnos el ombligo del mundo, no sea del todo cierto eso de que el universo entero gire a nuestro alrededor. Creo oír tu voz llamándome de lejos, pero, con el atronador ruido que suena de fondo, no logro captar tu mensaje. Emprender una travesía hacia lo desconocido puede llevarle a uno a ensanchar sus horizontes. A lo mejor, las Parcas han salido a tu encuentro para presentarte al simpático de Caronte y habéis acabado haciendo buenas migas tras adquirir la sana costumbre de iros de francachela por Finisterre. Puede incluso que hayas llegado a toparte con los parientes chinos de Escila y Caribdis, y ahora te halles haciendo malabares por distraerles de su ominoso cometido, puede que representando chistes con pantomima (todo sea por apaciguar su desabrido carácter). Norte, Sur, Este, Oeste, … puede que, con la tontería, como no te decantabas, te hayas acabado aficionando a jugar a los dados.
Juraría haber oído tu voz, pero, ¿cómo determinar su procedencia o, más difícil aún, desbrozar la razón de que hayas decidido hacérmela llegar? ¡Tu misiva no tiene ni pies ni cabeza! ¿Qué te ha llevado a desaparecer del mapa? Que te comportes como una fugitiva me hace barruntar que has infringido la ley. A lo mejor, no obstante, soy yo el culpable. Por haberte dejado marchar, por haber estado sólo a lo mío, por no haber querido percatarme de hasta qué punto estabas a disgusto conmigo. Sin embargo, ahora, como si se tratara de un castigo divino, no puedo sacarte de mi cabeza. Sé que para dar contigo, primero tengo que aprender a relegarme al segundo plano. Sólo así, podré ponerme en tu piel y rescatar la lógica que te ha llevado a distanciarte de mí.
Hoy hace un día gris y plomizo, como todos estos días atrás. No corre nada de aire. Trato de imaginarme en otra parte para que el trabajo se me haga más liviano. Enseguida me dejo llevar por mi imaginación y, al rato, me hallo contoneándome en distintos cuerpos e improvisando distintas voces. Siento que no dispongo de mi tiempo, que no logro adueñarme de él, que se me escurre entre los dedos. ¿De qué le sirve a la humanidad haber descifrado las leyes por las que se rige el universo si sólo las emplea de pretexto para renunciar a su condición, a aquello que la hace reconocible? Nadie da un duro por el sufrimiento individual. Y yo sufro, y lloro, lamentando tu ausencia, que me depara largas noches sin poder pegar ojo. Lo que, a la sazón, denominábamos la lumbre de nuestro hogar, ahora que me he quedado solo, se me evidencia como las llamas del infierno. La aflicción y los remordimientos me consumen. La cabeza me da vueltas y más vueltas. Trato de repasar todos los momentos en los que debí haber obrado de otro modo. Pero ya no hay vuelta atrás. Mucho me temo que seguramente mis miedos acaben haciéndose realidad y jamás vuelva a verte.
A diferencia de lo que cabría esperar, hoy, en el puerto de la ciudad costera de Tipasa, el mar está en calma. Me subo al barco y me quedo contemplando el paisaje. De pronto, la ciudad ya no me parece hermosa. Hasta la luz del sol parece de plástico. Hace un bochorno espantoso. Ha de ser la calma que precede a la tormenta, que se cierne sobre mí, amenazando con hacerme naufragar. Intento mantener la mente ocupada con lo que tengo entre manos. De pronto, mi amigo interrumpe mis disquisiciones y me saca de mi ensimismamiento:
-No seas tan duro contigo mismo, sólo vas a poder encontrar paz cuando tú mismo te lo permitas.
Después, se sienta junto a mí para consolarme y me hace comprender que jamás voy a lograr encontrarte. Por lo visto, está escrito en el firmamento y el firmamento nunca miente.
Escrito por Abdeldjabar Deboucha.