¡Eres un puto cristiano!

Benghazi, Libya

Sentado frente al local, Naguib espanta moscas a manotazos. Desearía poder ahuyentar con la misma facilidad los temores que, en tropel, acuden a su mente y monopolizan su pensamiento. Suspira con vehemencia, en la esperanza de poder expulsar en un soplo la informe mole negra que azota sus entrañas. “Estoy jodido”, dice para su sayo.

De pronto, oye a un desconocido tararear a sus espaldas. La piel se le eriza de lo mucho que desentona en una calle como aquella, en la que se han llegado a cometer todo tipo de atrocidades a la luz del día, alguien que se entrega a un placer tan frívolo y, en apariencia, inocuo como aquel.

Para acallar sus miedos, Naguib le pone letra: “Corazones rotos, miradas errantes, caras de espanto …” Muhammad aparece acompañado de su familia. Al dirigirle la palabra, Naguib pega un respingo.

-¿Cómo lo llevas? -le pregunta.

-Voy tirando.

-¿Este cacho tierra pertenece a alguien o estamos aquí en territorio comanche? -demanda saber el desconocido.

-Has dado en el clavo. Esto es la jungla.

Su amigo, que no ha llegado a apearse del coche, suelta una carcajada y exclama:

-Y si preguntas a cualquiera, te dirán que Naguib es poco menos que Tarzán.

Naguib sonríe y replica:

-Yo no diría tanto.

El desconocido entra en la tienda y sale con un paquete de cigarrillos y un botellín de agua.

-Id con Dios -dice y echa a andar calle abajo.

Durante los últimos días, parece que ha logrado prevalecer la paz. Incluso el tráfico ha aumentado ligeramente.

La hermana de Muhammad se halla recitando el Corán en voz baja. Su madre la interrumpe para decirle:

-Al final, no te has traído el móvil.

La muchacha asiente con la cabeza y continúa rezando. Muhammad aprovecha entonces para meter cizaña:

-Total, para el uso que le iba a dar. Se pasa el día colgada de Facebook y cascando por Viber. Si todavía, con lo chunga que está la cosa, se valiera de él para desembrollar un poco la situación, …

La madre de Muhammad se vuelve hacia Naguib para preguntarle si se viene, pero justo entonces Naguib se levanta y se sube al coche. Arrancan.

Se meten por la calle que conduce a la fábrica de cemento. La mayoría de los establecimientos han cerrados. En general, en el barrio de al-Hawari, es una cantidad más bien reducida la de comercios, sobre todo colmados, que siguen abiertos al público. Sin embargo, hace poco, ha empezando a verse algo más de animación. Hay incluso un par de coches aparcados delante del Hospital General al-Hawari de Benghazi y, recientemente, se ha comenzado a construir una almazara. No obstante, ahora ya apenas se ve a los empleados egipcios del matadero de pollos que antes solían infestar la zona. Los han reemplazado por hombres de color, que deben de salir más baratos. Todos los demás negocios de alrededor de la rotonda del pirulí han chapado. Los cultivos están prácticamente abandonados y la mitad de los edificios han quedado destruidos por los misiles.

Muhammad cuelga el teléfono por el que llevaba un rato hablando y su madre le pregunta:

-¿Novedades?

A lo que él contesta:

-Todo parece estar tranquilo.

De repente, se encuentran con una tienda abierta. Detienen el coche, los dos chavales se bajan, se acercan al tendero, saludan y, finalmente, le advierten:

-No hay motivo para alarmarse, hoy no parece haber mucho movimiento, pero, por si las moscas, no tardes en cerrar el chiringuito y regresar a casa.

Se vuelven a subir al coche y reanudan la marcha. En ese momento, Muhammad le dice a Naguib:

-Hablando de tomar medidas cautelares, en caso de que me llegara a pasar algo, te dejo mi rebaño de ovejas. Confío en que tú mejor que nadie sabrás cómo hacerte cargo de ellas.

De pronto, la hermana de Muhammad pega un grito:

-¡No encuentro el glucómetro!

Les pide que paren a un lado de la rotonda y, suplicando al Altísimo que acuda en su auxilio, se lanza a escarbar en su bolso frenéticamente.

Unos hombres enmascarados han levantado un puesto de vigilancia en la rotonda y, por señas, les indican que se acerquen para que puedan registrar su vehículo. Naguib decide no preocuparse, porque a las familias no las suelen entretener más de la cuenta. Sin embargo, enseguida le piden a Naguib que abandone el vehículo. Uno de los controladores se acerca a la familia y les pregunta:

-¿Va con vosotros?

Muhammad toma la palabra:

-¡Jamás permitiría a un extraño que se acercara a mi familia!

El controlador parece satisfecho con la respuesta. Permite a Naguib volver a montarse en el coche y les dan luz verde para continuar circulando.

Antes de volver a casa, tienen que pasar por la tienda para dejarla cerrada. Las calles están desiertas. Sólo se oye el estruendo que causan los misiles al impactar contra el suelo en la lejanía. Para cuando finalmente se disponen a regresar a sus respectivas casas, Naguib y Muhammad se ponen a discutir. Naguib quiere cerrar el local y huir al extranjero. Muhammad acusa a su amigo de estar zumbado. Al fin y al cabo, no pueden renunciar de buenas a primeras a su única fuente de ingresos. Naguib no sabe que argumentos esgrimir para convencer a Muhammad de la necesidad de largarse. Finalmente, aduce:

-¿Pero no ves que aquí los cristianos tienen los días contados?

Muhammad guarda silencio. La deprecación de Naguib lo ha enmudecido. Con los ojos inyectados en sangre, lo mira y le pega una puñetazo en la cara. Con los dientes apretados y la voz anudada, masculla:

-¡Me cago en la madre que te parió! ¡Eres un puto cristiano!

 

Escrito por Rehab Uthman Shanib.

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