Alambres intestinos

Sheep in Gaza, Palestine

Se fue la luz y la bóveda celeste cerró el chiringuito. Reinaba un murmullo ahogado y sostenido. La gente se había congregado en torno a las llamas titilantes de unas velas agrupadas sobre el suelo. La gelidez de una noche sin luna nos clavaba los colmillos. Los fantasmas que habitaban entre nosotros nos recitaban el silbido de las balas al oído. La madre del bebé que hasta hacía un instante había estado llorando desconsoladamente logró pacificarlo llevándoselo al pecho y el niño se puso a mamar con voracidad lo que esperaba que le saturara por dentro y le anegara la angustia que sentía y a la que aún no podía adjudicar término.

La oscuridad hizo que nos comenzaran a pesar los párpados. Algunos lograron conciliar el sueño, pero al resto nos latía demasiado rápido el corazón y la mente nos bombardeaba con imágenes de esas que encienden las pasiones. Recuperé mi vieja radio de bolsillo del fondo de un cajón. Estaba que se caía a cachos, pero esperaba que me aguantara por lo menos hasta el amanecer, porque confiaba poder sobrevivir la noche sintonizándome a algo que me transportara lejos. Le sacudí el polvo y me puse a manipularla con cariño. Comprobé que aún le quedaban pilas y la encendí. Los gruñidos que comenzó a esputar acto seguido me sonaron a reproche, pero aún así los prefería al atronador fragor de la guerra que se colaba por las rendijas de la casa. Al rato, me tumbé, me eché la manta sobre la cabeza y traté de quedarme roque. No obstante, no podía evitar pensar que parecía una momia en su ataúd. Intenté enterrar la imagen en la almohada, pero el viento huracanado que había empezado a aporrear las ventanas no hacía más que afianzármela en la cabeza. Su tenacidad me hizo sospechar que tal vez también se hallara huyendo.

De pronto, se desató la tormenta. La lluvia caía torrencial, casi como si tuviera el firme propósito de purgar el mundo. Mi padre aún no había vuelto de sacar el ganado a pastar y me estaba comenzando a preocupar seriamente.

Me arrebujé bien con la manta para aplacar mi tormenta interna y procuré una vez más reconciliarme con Morfeo. Para triunfar, debía intentarlo por todos los medios. De repente, comencé a oír el balido de un desvalido corderito viniendo del otro lado de la puerta principal. Intenté levantarme para acudir en su auxilio, pero entonces me percaté de que estaba soñando. Traté de controlar el sueño para así poder silenciar al cabrito, pero no había manera. Por lo menos, logré despertarme. Y el balido se seguía oyendo.

Arrojé la manta a un lado, encendí el mechero que llevaba en el bolsillo para apartar las sombras y poder así ver los obstáculos que se interponían en mi camino y corrí a abrir la puerta de entrada a la casa. Al otro lado, mi padre. El alivio de verle ahí parado hizo que las lágrimas me inundaran los ojos. Se le dejaba leer en la cara que él también se alegraba de verme. Entró en la casa y yo le alcancé una toalla para que se secara y entrara en calor. Se sentó. Tenía hambre, así que le preparé un aperitivo. La piedra de mi mechero se había puesto al rojo vivo y a mí me dolían los pulgares de estar venga a accionarla. Al cabo de un rato, seguía temblando. Ya no es de frío, supuse y traté de animarle a que se levantara y se asomara por la ventana para encarar sus temores. El sacudió la cabeza, aún era pronto. Yo insistí y lo acompañé hasta el alféizar. Al otro lado del cristal, se intuían las llanuras, tenuemente iluminadas por las estrellas.

De pronto, me di cuenta de que las ovejas no estaban, debían de haberlas espantado las explosiones. A lo lejos, vislumbré al cabrito valiente, que se hallaba desgañitándose porque se le habían enredado las patas en una mata de alambre al ir a darse a la fuga. Me giré para ver la reacción de mi padre y, de golpe, advertí que ya no se encontraba a mi lado. Me apresuré en volver la mirada hacia el exterior nuevamente y ahí lo vi, yaciendo en el suelo. Le había alcanzado la metralla. Lo probable era que hubiera salido corriendo a unirse a su rebaño y, en el camino, se hubiera topado con el Paraíso. En la esperanza de que siguiera con vida, salí afuera para tomarle el pulso. Llegaba tarde. Me recliné contra el tronco de una palmera y prorrumpí en llanto. La tierra a mi alrededor estaba sembrada de cadáveres. Seguidamente, me puse a recordarle pastoreando las ovejas. Una oveja, dos ovejas, tres ovejas … se me comenzaron a despegar los párpados y los rayos del sol salieron a mi encuentro.

 

Escrito por Ahmad Al Haron.