Freelancer

Street in Cairo in 1906

Desde que me mudé a mi nuevo piso hace dos años, me noto especialmente vulnerable, como si todo me afectara sobremanera y hubiera perdido el control sobre mis esfínteres.

El piso consta de una única habitación con dos ventanas, la de la pared, que da a la calle, y la del portátil, que da a un farragoso mundo virtual. Aparte, está el baño y el estrecho y sinuoso pasillo que conduce a la entrada principal.

Mi casero vive en el piso de abajo y, cuando me siento en el trono, automáticamente me siento observada, porque sé que, aunque no pueda verificarlo, en el techo de su piso se abre un tragaluz que le permite contemplar mis genitales. Un día de estos, voy a bajar y se la voy a cortar, para que aprenda lo expuesto que le deja a uno mear sentado.

Me costó mucho dar con un piso. Este venía anunciado en la página web de una pizzería. “Piso para una minina en el casco antiguo. Se ruega a los interesados que no se sulfuren a la primera de cambio.” Llamé al número que figuraba más abajo, pero no daba señal. Dejé, por consiguiente, un mensaje y, nada más darle a enviar, salió un aviso en la página que rezaba: “Te espero a las ocho de la tarde a la salida de la estación de metro El-Malek El-Saleh.” “¿Cómo sabré quién eres?”, tecleé yo a continuación, a lo que la página me contestó: “No te preocupes, no hará falta que me identifiques, de eso ya me encargo yo.” Aquella respuesta me dejó sumamente desconcertada.

Acudí sola a la cita. No creo que mi marido se llegara a pispar de que me había ido de casa y, si se enteró, no pareció importarle. Al verme llegar al lugar acordado, un señor mayor de corta estatura, ojos hundidos y cara chupada se me acercó y me dijo:

—Por aquí.

—¿Cómo has sabido que era yo la persona con la que habías quedado?

—Por dedicarme a lo que me dedico, —contestó él, lacónico.

Estuvimos callejeando un buen rato, hasta que, finalmente, llegamos a una casa que se hallaba al final de un túnel. La cerradura se hallaba oxidada y el viejo tuvo que pelearse con ella durante un buen rato para abrir la puerta, que, al final, cedió emitiendo un chillido estridente. El viejo se giró hacia mí con una sonrisa y me exhortó a entrar exclamando:

—¡Vualá! ¡Bienvenida a tu nuevo hogar!

—Dulce hogar, —dije yo, con mal disimulado entusiasmo. No me podía permitir el lujo de rechazar la oferta, pues me urgía cambiarme de piso y las opciones que se me presentaban eran tirando a escasas.

—Lo bueno es que te puedes mudar a partir de mañana mismo.

La otra ventaja que le veía yo a aquel apartamento era que no parecía que, a diferencia de los anteriores, mis nuevos vecinos fueran a ser tan quisquillosos ni a poner tantas pegas a mi particular estilo de vida. Le comenté entonces al anciano lo importante que era para mí una buena conexión a Internet.

—¿Conque eres freelancer?

Yo puse cara de interrogante y él añadió:

—No hay mejor forma de volverse tarumba.

En el momento, opté por ignorar su comentario, a pesar de que, en el fondo, supiera que no le faltaba razón. No obstante, no fue hasta varios meses después de haberme instalado en aquel cuchitril que sus palabras cobraron sentido pleno. Llegó pues el día en que los límites entre lo real y lo ficticio comenzaron a difuminarse. Empecé entonces a ver a la gente para la que trabajaba a través de Internet fuera de la pantalla, en mi habitación, cuando me estaba cambiando o me hallaba intentando conciliar el sueño.

De pronto, un día, durante una visita que estaba haciendo al señor roca, me encontré un ratón en el cuarto de baño. Del susto, me puse de pie de un salto. Volví corriendo a la habitación y me puse frente al ordenador a investigar como era posible que un ratón se hubiera infiltrado en mi casa. De repente, me llegó un mensaje de mi jefe, con el que había estado conversando por Skype hasta justo antes de mi excursión al servicio, diciéndome que apestaba. Escandalizada, levanté entonces la mano del ratón y me percaté de que se me había olvidado hacer uso de papel higiénico a la hora de ir a limpiarme el trasero, de modo que había esparcido el zurullo que acababa de plantar por todo el escritorio. Fue entonces que me acordé de que mi madre solía cazar ratones, cogerlos por la cola y estamparlos contra la pared. Me eché a temblar, ¿y si, al pensar en mi madre, la llevaba a materializarse ante mí?

 

Escrito por Sana Abdlaziz.