Fulano se quedó mirando la pantalla de su teléfono móvil. La noche iba llegando a su fin. Afuera, la nieve enmoquetaba las oscuras calles. Estaba vendido a su móvil. La electricidad llevaba días cortada y el único cacharro tecnológico de toda la casa que no se había visto afectado era aquel. Le había salido por trescientos dinares, que era a lo que ascendía su sueldo mensual. Se dirigió hacia la cocina guiándose por la mustia luz que despedían las velas que había plantado en el pasillo. Pisó una vela sin querer y se puso a jurar en hebreo, soltando todo tipo de improperios contra la vela y los muertos de Prometeo. Al cabo, profirió una sonora carcajada. Fulano no era, cómo quien dice, un dechado de virtudes, pero su capacidad para, rasca que te rasca, sacarle a todo su lado cómico era verdaderamente encomiable. Cuando se percató de que su mujer le ponía los tochos y de que su hijo no perdía ocasión de ridiculizarlo a sus espaldas, simplemente se tronchó de la risa.
Se rio y continuó imprecando a cuanto le iba obstruyendo el paso de camino hacia la nevera, que, dadas las circunstancias, se hallaba más bien de adorno, para coger una botellín de agua que, con el tamaño que tenía, ya sabía de antemano que no lograría aplacarle la sed. Al ver su careto reflejado en la pantalla de su teléfono móvil, se descojonó del adefesio que estaba hecho y, acto seguido, registró el grotesco incidente en el dispositivo. Se encaminó hacia el dormitorio y sacó su libro favorito de la estantería. Estaba hecho pedazos. Lo apretó contra la almohada y, forzando la vista, se puso a leer a la mortecina luz que procuraba el móvil.
Se despertó frente a la oscura pantalla de la televisión, que lo encaraba con ademán reprobatorio. Una sonrisa apagada se le dibujó en el semblante. Se levantó a apagarla. A medio camino, cayó, no obstante, en la cuenta de que se había movido en balde. Su apagada sonrisa enseguida se tornó en una risotada que no tardó en devenir en lamento: la reacción que habría cabido esperar de un actor profesional que hubiera asumido el papel de un actor neófito que se hubiese vuelto chaveta tratando de interpretar a un personaje de lo más anodino. Fulano era consciente de que estaba tocado, pero, al mismo tiempo, no creía que lo suyo tuviera arreglo. Se había resignado a habitar una cabeza sobre cuyos tejemanejes no ejercía control alguno. La nieve caía desde arriba, las órdenes de perforar la calle venían de arriba y su mujer siempre había sido de las que montan a tutiplén, hasta que un día decidió cambiar de cabalgadura.
Una mosca se hallaba venga a zumbar sobre la testa de Fulano. Fue a posarse y cayó muerta en el acto. Fulano primero le sacó una foto y luego la recogió. Se fijó en los enormes ojos de la mosca y, por un momento, creyó que alguien lo vigilaba desde el otro lado de aquellos cristales tintados. De repente, se apoderó de él la extraña sensación de estar bajo observación. ¿Era acaso el Dr. Lacan o más bien el inventor de la fórmula de los martinis quien quería convertirle en su rata de laboratorio? ¡Seguramente defendieran los postulados de la teoría existencialista de Sartre! Debía de tratarse de una conspiración anglosaxomasojudeovisisodopopusociojodológica, un complot que seguramente tenía al mundo entero maquinando confabulado para aniquilar a Fulano.
Se llevó la mosca a la boca para descubrir su sabor, porque, en la pantalla del móvil, había visto a muchos otros hacerlo. Durante un par de segundos, se sintió acompañado.
Subió a la bohardilla para descansar y distraerse del hecho de haber estado casado con una mujer que le había sido infiel y a la que habían encontrado ensartada en su propio selfie-stick. Nada más pensarlo, Fulano no pudo contenerse y se echó a reír nuevamente. Se desternillaba a casquillo quitado. Para conferir a su función aún más prestancia, se tiró al gélido embaldosado y comenzó a girar, haciendo aspavientos en posición fetal. Únicamente cabía comparar su forma de actuar con la que habría adoptado un demente al interpretar magistralmente a un actor profesional que, al actuar, hubiera tenido que reírse porque así se lo prescribiera el guión. A él, por ejemplo, los chistes clásicos no le hacían especial gracia. La realidad, por otra parte, le parecía hilarante. La realidad estaba llena de meapilas a los que estaban venga a acaecerles desgracias de toda guisa, y, precisamente por eso, era extremadamente divertida. Dejó de reír unos instantes para enjugarse las lágrimas.
Luego, continuó riéndose.
El móvil comenzó a vibrarle en la mano y Fulano se despertó. Se preguntó por qué parecía que el mundo se la tenía jurada. Raudo cual centella, acudió a su mente en su auxilio un pensamiento revelador que se prestaba a obturar la angustia: Los profesores impartían a sus alumnos una materia que fuera a resultarles últil en el futuro, los locutores de radio y los presentadores de la tele estaban constantemente instruyendo a su audiencia sobre cómo enfrentarse a las diversas situaciones que se presentaban en la vida, las pantallas de este mundo estaban plagadas de anotaciones esclarecedoras y referenciales que se agolpaban a los márgenes, todos los enlaces enlazaban con otros enlaces. De pronto, Fulano se dio cuenta de que el mundo no difería ni un ápice del que debiera ser y que, a él, en el fondo, todo le iba a pedir de boca. ¡Maldito fuere el que aseverare lo contrario!
Por más que le hubiera gustado tragarse aquella píldora de sabiduría ancestral, no pudo evitar que le asaltaran las dudas. Salió a echar un vistazo al mundo. El sol brillaba y el cielo estaba despejado. Su teléfono móvil no parecía haber acertado con su predicción meteorológica. Rió sonoramente y se lo volvió a meter en el bolsillo.
Al despertarse la mañana siguiente, reparó en que él tenía mucho cuento y el mundo no era de piruleta. Se rio del chasco.
Fulano estaba venga a burlarse de todo y a enmendarle la plana a todo quisqui. Era de los que sólo ven la paja en el ojo ajeno. Él, al fin y al cabo, siempre estaba en lo cierto.
En una ocasión, había intentado prorrumpir en llanto, pero había acabado estallando en una potente carcajada.
Escrito por Sameer Ramees.