La tumba

El campo de refugiados palestinos Baqaa en Jordania, al norte de Amman

Apenas quedan unas horas para que amanezca y dé comienzo el Eid.

¿Qué has dispuesto para la ocasión? ¿Lamentarán tus hijos haber nacido?

Se arremolinan junto al estante con las tarrinas de dulces y se niegan a abandonar la tienda y volver a casa con las manos vacías.

Estas fiestas toca que cicatricen las heridas que llevan todo el año sin querer cerrarse. Si no, la cosa pinta muy negra. Tienes el corazón al borde del colapso, enseguida pierdes la capacidad de concentración y te refugias en un silencio sepulcral, que veteas con el humo de tus cigarrillos, que se espesa en el techo hojalata de tu habitación.

¿Has incluido en tus cálculos la ayuda económica que quieres prestar a tus hermanas? ¿Has hecho bien las cuentas para que no les falte qué llevarse a la boca a tus inconsolables criaturas, cuyos insistentes ruegos por que les des de comer cordero estás venga a desoír?

Unas alitas de pollo habrán de bastar para acallar sus súplicas y para que dejen de chupetearse los labios frente a la casa del vecino. No obstante, vas a tener que hacer virguerías con el hornillo de gas portátil para dejar el pollo hecho por dentro sin que se te quede la parte de fuera carbonizada. Para colmo, tu mujer se abrasará los dedos al intentar apagar el cachivache. No habrá forma de encontrar un instante de paz entre el bullicio de gente andando al retortero y dando órdenes a un volumen que llega incluso a extinguir los berridos de los vendedores ambulantes que pregonan su mercancía, que consiste fundamentalmente en los artículos de juguete que causan furor en esta época del año. La muy tozuda de tu mujer rehusará pasarse por casa de tu vecino para pedir prestada una olla a presión. Por otro lado, es de entender que no quiera exponerse a que las mujeres de los ricos la traten con condescendencia y luego la pongan a parir en cuanto se dé media vuelta. Por lo menos, es de agradecer que Dios te haya bendecido con unas hermanas que se ganan su propio sustento. De poder amasar más guita, no te harías tanto de rogar a la hora de agasajar a tu mujer con un vestido, con un detalle para arrancarle una sonrisa.

Pero, ¿qué pasa si tu galantería hace que se crea la reina del mambo y te pide también unos zapatos para ir a conjunto?

Enseguida se te va el santo al cielo y te pones a especular sobre el futuro. ¿Por qué demonios no estás a lo que tienes que estar aquí y ahora, y te preocupas por contentar a tus churumbeles? ¿Qué tipo de bestia parda estás hecho?

Como una fiera enjaulada, te dedicas a dar vueltas por la ciudad en busca de un trabajo con el que poner pan sobre la mesa. Aceptarías lo que fuera, incluso aquel trabajo de vigilante que en su momento rechazaste porque te dio muy mala espina que te pidieran que te comprometieras a hacer la vista gorda en lo relativo al tráfico ilegal de cemento y varas de hierro forjado.

Mañana va a ser un día ajetreado y tienes que organizarte bien para que dé tiempo a todo y para no echar en saco roto ninguna de las tareas que te quedan por resolver.

El año pasado, tu mujer se cabreó porque no visitasteis la tumba de su madre. Lo consideró una falta de respeto imperdonable hacia la suegra.

Este año, quieres saldar todas tus deudas y asegurarte de que nadie pueda venir a reclamarte nada. ¡Tienes que ir a visitar la tumba de tu padre! Con la de penalidades por las que tuvo que pasar en vida, ese sí que merece que se le vaya a visitar.

Las voces de los niños se oyen por toda la casa. La jarana que están armando va en aumento. El padre mira furtivamente a su mujer. Está ensimismada, como si la hubiera remolcado una ola de paz.

Uno de los niños pega un portazo y las restantes criaturas se arraciman en torno a la tripa de su madre. El padre se halla ocupado con los niños que están aprendiendo a dar sus primeros pasos. A punto de montar en cólera, regaña a su hijo mayor por no colaborar y encima ponerse digno. El padre insta a la madre a que espabile y haga algo por evitar que ocurra una desgracia.

La comitiva consigue finalmente llegar al portón de entrada del cementerio. Está cerrado. El padre pega una patada a una piedra. Siente como si los pocos mechones entrecanos que le quedaban sobre la cabeza se le hubieran desteñido de golpe. El padre se enciende un cigarrillo. Farfulla:

-Hasta esto lo tienen chapado.

El padre fuerza la puerta de entrada, intentando amortiguar el chirrido que emite. El padre entra esquivando al guarda.

El padre peina el cementerio en busca de un rincón donde poder tirar la colilla del cigarrillo.

-Está esto de bote en bote y las mujeres que no paran de traer niños al mundo.

Fingiendo interés, el padre pregunta a su mujer por la tumba de su madre. Su mujer, que ha detectado sarcasmo en su tono de voz, le lanza una mirada que galopa sobre lenguas de fuego.

El padre le suelta la mano, le devuelve la mirada, se frota la cara e interrumpe el lloriqueo de su mujer sentenciando:

-Recemos una oración por el alma de nuestro vecino el mártir.

El padre escucha pasos de gente aproximándose. De pronto, lo envuelve un olor a rancio. Se gira esperando encontrarse a los niños, pero a su alrededor no hay nadie.

El padre se pregunta de dónde vendrá el olor. Aspira una larga bocanada de aire para determinar su procedencia. El olor se intensifica. El padre se plantea preguntar a la madre de los críos si ella también lo ha notado.

El padre teme que la pregunta la enerve.

El olor es cada vez más fragante, pica en la nariz.

El padre se para, se acuclilla, apoya las palmas sobre el suelo, pega la nariz a la tierra. El padre alza la cabeza, se levanta, se sacude la mugre de las rodillas y se pinza la nariz.

Al padre no le sorprende ver a su hijo pegar un respingo al advertir la tumba.

Aún así, el padre se crispa, echa un vistazo en derredor y echa a correr hacia donde están los niños, apiñados en torno al ciego recitador del Corán.


Escrito por Sameer Ahmed Sharif.

Elige tu propia aventura

Para hacer las paces con uno mismo, uno debe

a) morir.

b) palpar las limitaciones que lo hacen uno.