El fattoush

El funeral de un mártir en Duma, cerca de Damasco, Siria

Cualquier parecido con la realidad es extremadamente intencionado.

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Diab me visitó en sueños y me pidió que le hiciera un plato de fattoush. Enseguida llamé a la madre de Sami para que me echara una mano.

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Las dos mujeres comenzaron a preparar el fattoush para el joven, que había muerto hacía dos meses. Esa misma tarde, la madre de Sami escribió en su muro de Facebook: “A veces pienso en el desgaste emocional que comporta cocinar, cantar y bailar para invitados que nunca llegan a hacer acto de presencia. No sólo no llegan a aparecer, sino que además nos ponen de manifiesto su ausencia. Hoy me he acordado de los rasgos que memoricé en su día de la poesía que versaba sobre la ausencia y la presencia. Después me he volcado en aprestar el fattoush para Diab, al que no tuve el placer de conocer. Sé cómo murió y conozco su cara de haberla visto en dos fotos. Una es la que cuelga de la pared de su casa y la otra pertenece a mi hijo Sami.”

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Había puesto a su hijo mayor, Sami, el nombre de su hermano, que había sido encerrado en la prisión de Tadmor, sita en el desierto, a principios de la década de los ochenta. En numerosas ocasiones, había soñado con ver a Sami el Viejo aupar a Sami el Joven y llevárselo a explorar el barrio a hombros. En 1998, después de transcurridos catorce años, cuatro meses y tres días desde la detención de Sami el Viejo, un tipo llamó a la puerta y con una lacónica frase le arrancó el corazón de cuajo. “Ha fallecido”, fueron sus palabras.

Sami jamás recibiría sepultura y ella ni siquiera tenía a quién preguntarle por las circunstancias que habían rodeado su defunción. Nunca llegaría a saber cuáles habían sido sus últimas palabras. Aquel día se reunió un reducido grupo de personas que, a modo de cortejo fúnebre, acudió a su casa para darle el pésame y ayudarla a despedirse de él. Sami se había evaporado sin dejar rastro, como si en el fondo nunca hubiera sido más que un espejismo, una trastada que el sol le hubiera jugado a ella dibujando facciones a una brisa díscola que, un día, sin más, se hubiera disipado y fundido con el trozo de bóveda celestial que ahora boyaba sobre su casa. Ella no conocía ni a Diab ni a su madre cuando este decidió convertirse en mártir y se inmoló. Aquel día, había acudido con una amiga a la ceremonia que se oficiaba en la casa del mártir para presentarle sus respetos a la madre del valiente. Cuando vio el rostro de Diab, no pudo evitar reparar en el parecido que guardaba con el de su hermano Sami. Las mujeres se saludaron, se sirvieron un café, y después cantaron con una melancolía estremecedora. Acto seguido, la madre de Sami se irguió en portavoz y pidió a las mujeres que alabaran al mártir, pues, como los novios que abandonan sus hogares infantiles para empezar una nueva vida, este había cruzado el umbral que separa ambos mundos para encontrarse con Dios. Ponderó el arrojo de los muchachos, que se habían atrevido a desafiar la autoridad que detentan los reyezuelos de materia orgánica. Las mujeres ulularon todas a una. Tenían la certeza de que, por muy ocupado que se hallara Dios tratando de gobernar el mundo, siempre prestaría oídos a las súplicas de las almas laceradas. Sus lamentos convergieron entonces en una jaculatoria vehemente que puso al mundo de rodillas.

Las mujeres, que, a pesar de ser todas de distintas regiones de Damasco, se asemejaban en tanto que todas eran madres que tenían a mucha honra haber conseguido que sus retoños les hubieran hecho caso y se hubieran sacrificado por la causa, creían que la madre de Sami era la hermana del mártir. Muchas se acercaron a la madre de Diab para elogiar a la madre de Sami diciendo:

-Dios bendiga a su hermana, ¡tiene el fuste de los hombres!

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-Madre de Sami, tú eres la que mejor ha sabido despejarme las dudas y la que ha fortalecido mi convicción de que mi hijo es un héroe y de que ha ascendido al cielo. Aunque hayan sido otros los que lo han enterrado, tú lo has devuelto a la vida. Te quiero, eres para mí como la hermana que nunca tuve.

Luego le habló de la tierna infancia que tuvo Diab, así como de las juergas que se corría con sus amigotes y lo mucho que le preocupaba su aspecto de adolescente. Finalmente, las dos mujeres terminaron el fattoush, lo colocaron sobre la mesa, se quedaron mirando arrobadas la foto que colgaba de la pared y se pusieron a comer.

La madre de Sami dijo:

-Dios bendiga tus manos, son oro puro, ¡este fattoush está delicioso!

Seguidamente, ambas volvieron la mirada hacia la fotografía de la pared y la madre del retratado dijo:

-¿Sabes?, Diab se fue en ayunas. El último día había mucho follón con todo lo que había que dejar resuelto. Me había pedido que le hiciera un fattoush para comer. Yo, como quería que fuera especial, tardé un poco más de la cuenta en tenerlo listo y, para cuando se lo puse delante, ya le tocaba irse. Ni siquiera le dio tiempo a probarlo.

Las dos mujeres guardaron silencio. La mirada del ausente ametralló a discreción el ambiente festivo que había imperado hasta ese momento.

La madre de Diab miró a la madre de Sami y, como una colegiala a examen, se dirigió a ella con voz anudada:

-Madre de Sami, tú, que, a diferencia de mí, fuiste a la escuela, perdona mi ignorancia y dime: ¿Sirven fattoush en el paraíso?

 

Escrito por Jamal Saeed.

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El deseo de arrebatarle la vida a otro ser humano obedece servilmente

a) a la inclinación que sentimos los seres humanos a restablecer el equilibrio del universo o, al menos, el de aquel que tiene la pinta que creemos que debería presentar.

b) al instinto animal que habita en nosotros y nos ciega con la promesa de un porvenir en el que se celebra la distinción entre el bien y el mal.