Deus ex machina

Sabeel AlHoriyat, Amman, Jordan

¡Era un incordio tener que estar venga a brincar por encima de las patorras de aquel viejales tirado sobre la acera! No obstante, nunca le daba tiempo a recriminarle su falta de civismo, porque, siempre que se topaba con él, lo que primaba era evitar que sus perseguidores le echaran el guante. Para sisar con arte había que aprender a ser ágil y a volverse invisible. A tal efecto, solía llevar un pañuelo ocultándole la parte inferior del rostro. A fin de cuentas, el viejales, que se conocía el casco antiguo de Ammán como la palma de su mano y por cuyas venas corría el alma de la ciudad, estaba en su derecho de repantingarse donde le diera la real gana, un derecho que no se privó de ejercer en ningún momento, hasta que Ahed le ofreció una alternativa a su indigente trashumancia.

Se ganaba la vida con la mendicidad, ocupación para la que tampoco venía mal saber pasar desapercibido. Le gustaba haraganear por el zoco de las verduras. Para evitar que el sol añadiera más patetismo al cuadro que estaba hecha su cara a raíz de exposiciones previas a esa misma bola de fuego, cuando se ponía a echarse la mona, solía cubrírsela con una taqiyya. También gustaba de retreparse contra las gradas del anfiteatro romano. Cada vez que se reía, que tampoco es que fuera una actividad que menudeara, exhibía una hilera de agujeros negros intercalados por perlas en peligro de caída libre. La última vez que se había dado el gusto había sido al ver cómo una turista en apuros imprecaba al calavera que había estado atosigándola con gruñidos y miradas de depredador sexual.

Ahed se había hecho célebre por robar, jugar a juegos de azar y chantajear. Por eso no es de extrañar que cuando decidió hospedar al viejales en su casa la gente recelara de su hidalguía y de su espíritu de buen samaritano recién adquirido. Su mujer, Jamila, trató por todos los medios de disuadir a su marido y hacerle entrar en razón, pero llegó un momento en el que no le quedó otra que darse por vencida y asumir que no podía hacerle cambiar de opinión. El viejales se instaló en la cocina, que, como no tenía puerta, ofrecía unas vistas a la habitación de enfrente que no tenían precio. Para evitar que el viejales los pillara con las manos en la masa, Jamila le dijo a su amante que colgara cortinas en medio de la habitación. Sin embargo, por hache o por be, se les olvidaba correrlas la mitad de las veces.

El viejales no quería meterse en líos y enfrentar a la pareja habiéndole esta acogido en su casa y extendido su hospitalidad, por lo que, cada vez que Ahed volvía de trabajar por la tarde, se limitaba a actuar con circunspección y a poner cara de póquer. Sin embargo, Ahed, que, en aquella disciplina en concreto, no era bisoño, como quién dice, lo tenía calado hasta la médula. A pesar de albergar serias sospechas de que su mujer le era infiel, Ahed no osaba plantarle cara. Cada vez que se decidía a arrostrarla, no podía evitar imaginársela contoneando su escultural cuerpo y despidiendo chispas de sus sugestivos labios. Le hacía sentir vergüenza de sí mismo como hombre. Ciertamente, lo tenía cogido por los cataplines.

Se preguntaba qué le había llevado a sacar las uñas por una mísera oblea de pan. En su defensa, debía alegar que, en todo caso, había sido el hambre y no las ganas de comer. El día anterior al incidente tan sólo se había llevado a la boca un cuarto de oblea de pan que un niño había tirado al suelo y tres tomates a punto de pudrirse que un vendedor había deshechado en el mercado de verduras.

Se deshizo de su enemigo hincándole un puñal en el pecho. Bastó con un solo pinchazo. Era un alivio saber que jamás llegaría a abrir el pico. Lo de que estuviera todo el día en la calle de charleta con los vecinos del barrio de Saqif as-Sail no le había inspirado confianza, aunque, con la de promesas hueras que se había dedicado a distribuir a diestro y siniestro a lo largo de los años, ya nadie hubiera dado un duro por su palabra. Sabía que, a causa de lo que aconteció allí en su día, evitaba merodear por los alrededores de las ruinas de Sabeel al-Horiyat. En vez, se iba al teatro romano y a la plaza Hachemita con los colegas para intentar timar a los turistas vendiéndoles baratijas como si fueran antigüedades.

A Ahed no le hizo ninguna gracia que el viejales le comunicara que se largaba para restablecer el contacto con sus hijos, pero no le quedó más remedio que dejarle marchar. Lo más probable era que el reencuentro no hubiera llegado a producirse al final. En la calle se rumoreaba que habían hecho falta cinco bigardos para acabar con el viejales. ¡Cinco! ¡Se dice pronto! No quería ni imaginarse la sorpresa que Jamila tendría en mente cascarle cuando empezaran a notársele los años. Dudaba seriamente que le fuera a aguantar cuando le comenzaran a dar los achaques propios de la edad.

-Dios le tenga en su gloria. Ni sus hijos han acudido al funeral. ¿Y lo contento que estaba de haber conseguido acaudalar algo de patrimonio en los últimos meses de su vida? Ahora que ha muerto, ¡sus enemigos se estarán frotando las manos!

No se trataba de un soliloquio, sino de lo que Ahed le soltó a un amigo del viejales después del funeral en una cafetería en la que su dinero no era bienvenido, no porque los dueños estuvieran encandilados con Ahed y le perdonaran su deber de apoquinar como todo hijo de vecino por su cara bonita, por el simple hecho de que les agraciara con su presencia, sino porque no se podían permitir el lujo de que este cumpliera su amenaza de volar el local por los aires.

-Vino a mí poco antes de espicharla y me entregó este sobre para que te lo diera a ti en mano.

Ahed observó al amigo del viejales mientras este le extendía un sobre. Tenía las uñas negras.

-No sé leer-, confesó.

-Ya te las apañarás para enterarte de lo que pone. Lo importante es que no salgas de casa mañana por la mañana. Va a ir a visitarte alguien de parte del viejales.

Salió de la cafetería y desapareció entre la multitud. Ahed se puso en camino para volver a casa. Confiaba en que, si se lo pedía de buenas maneras, Jamila, que sí sabía leer, no tendría inconveniente en revelarle el contenido de la carta.

No obstante, fue atravesar el dintel de la puerta y pescarla en fragante con su amante. La cabeza le latía como si estuviera a punto de reventar; el mundo se le había hundido a sus pies. De pronto, todo cobró sentido: Sabeel al-Horiyat, el mercado de verduras, la muerte del viejales, … Le había fulminado la electricidad que generaban sus labios. Su nuevo yo no permitiría que ella le siguiera tomando el pelo.

-¡Ya basta! Te repudio.

Ella pegó un grito de alegría que reverberó por toda la casa y tomó las de Villadiego antes de que las cosas se complicaran.

Ahed prorrumpió entonces en llanto, hasta que le dio la risa. Luego, rió inebriado hasta que le volvieron a saltar las lágrimas. Finalmente, se echó a dormir.

Debido a que esta historia es como esas que las abuelas cuentan a sus nietos, tampoco podía faltar en esta el consabido giro argumental.

-¡Despierta! Abu Aun te ha comprado una casa y ha dejado dinero a tu nombre.

Abrió los ojos lentamente y los fijó en el hombre que lo estaba meneando. Alzó la mano para ponérsela de visera en la frente y poder reconocer a quien lo acababa de interpelar.

¡Cuál fue su sorpresa al percatarse de que no era ni más ni menos que el viejales!

 

Escrito por Samar Radwán Alzobi.

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