Corazón robado

Khenifra, Morocco

No sabría decir cuándo fue exactamente que me enamoré perdidamente de Oum Er-Rbia, el río que atraviesa Jenifra, mi ciudad. Tal vez fuera una de esas tardes que pasé a sus orillas con mi familia o tal vez la primera vez que probé la carne de uno de los peces que nadan en sus aguas. El caso es que, siempre que me sentía flojo de ánimo, escogía uno de los cinco puentes que hay en mi ciudad para pasar la tarde contemplando el río desde él, esperando que la cadencia de la corriente me purgara el espíritu y la moral.

Así es como la conocí a ella, pues también gustaba de echar la tarde mirando al infinito sobre un puente. Fui yo quien inició conversación. Se llamaba Nisreen, se hallaba cursando bachiller y vivía cerca del río, aunque se decantara por observarlo desde un puente.

Una noche de invierno que llovía a cántaros, se desbordó el río y sus aguas inundaron el primer piso de todas las casas en las inmediaciones. Fue el bailoteo que se comenzaron a marcar los muebles sobre el embaldosado lo que sacó finalmente a los inquilinos de sus camas. Debido a lo que jarreó aquella noche, uno de los puentes se precipitó al vacío, la red eléctrica sufrió serios destrozos, y la ciudad se quedó a oscuras.

Aquella traición del río le dolió tanto a Nisreen que instó a su familia a que se mudaran de ciudad, para no tener que verlo nunca más.

Yo no quería que mi amiga se fuera, porque me costaba imaginarme una vida lejos de ella y porque no quería que tuviera que renunciar a vivir cerca de sus familiares y amigos por una fatalidad del destino. Por ende, fui a ver a sus padres y les pedí que dejaran a Nisreen pasar las siguientes vacaciones con mi familia y conmigo en la casa que tenemos junto al mar. De este modo, esperaba tener oportunidad de disuadirla de que le guardara rencor al agua.

Aquellas vacances se las pasó fundamentalmente contemplando el mar. Un día que me senté a su vera, me confesó:

–Nunca antes me había parado a sopesar la virulencia del agua. Se me hace extraña esta cantidad ingente de agua que se extiende hasta donde alcanza la vista. Parece mentira la similitud que guarda su comportamiento con el de la realidad en su conjunto. En pequeñas dosis, se escurre silenciosa entre los dedos, pero, en masa, ruge y ocasiona mareas, que le devuelven a uno la sensación de no poder escapar al baile que le impone a uno el pulso del destino.

A la vuelta de las vacaciones, Nisreen retomó las clases y yo, mi trabajo. No obstante, seguimos en contacto por vía telefónica. Al cabo de un tiempo, la invité a pasar las vacaciones conmigo en el campo, que es donde trabajo. Ella accedió.

Al cabo de la primera semana y media, me admitió que el campo le había curado de toda tontería.

–¡Quién hubiera dicho que pasar un tiempo rodeada de naturaleza salvaje, entre rumiantes varios, flores, cardos y pedruscos era la receta perfecta para desconectar! Aquí el sol te abofetea la cara, no como en la ciudad, que se esconde tras rascacielos. No obstante, siento que me falta algo para poder estar a gusto del todo.

Se quedó pensando un segundo, al cabo del cual prosiguió:

—¿Con qué agua riegan aquí los cultivos y dan de beber al ganado?

—Con la del pozo, —contesté yo, atónito.

—¿Te importaría llevarme al pozo?

—En absoluto.

Una vez allí, se asomó por su canto y halló el agua, en la lejanía. Ensombreció el gesto e insistió en cogerse un bus para regresar a casa a la mañana siguiente. No tuvo que darme más explicaciones, pues entendí que, con lo acostumbrada que estaba a que el agua fuera lo primero que veía recién levantada al asomarse por la ventana de su cuarto, la echara en falta.

Antes de que se fuera, le pregunté si aún tenía pensado mudarse de ciudad y ella me confesó que no podía, que nunca lograría suplir su falta.

 

Escrito por Zine Alabidin Sana.