Cada vez que arribamos a donde se emplaza Al-Wazany, se le demuda el rostro a Sulma, lo cual me parte el corazón. No me gusta verla de capa caída. Algún día (me digo a mí mismo), en vez de entregársela sin más y dar media vuelta, haré algo al respecto.
Al-Wazany es como llamamos al socavón de la carretera que rodea el barrio de las afueras de Marrakech donde vive Sulma. Lo bautizamos así en honor al alcalde que gobernaba cuando se formó, antes incluso de que creciera hasta convertirse en un hoyo hecho y derecho.
Y Sulma, ¡ay!, me cuesta puntualizar quien es Sulma, en tanto que, para mí, lo es todo. Tan sólo a duras penas logro distinguirla de quien soy yo. Nos educaron y nos curtimos juntos. Compartimos tanto los espacios físicos donde nos instruyeron para integrar la sociedad de la que habíamos de formar parte como corresponde, como los espacios oníricos donde nos permitíamos negociar los términos del contrato social que habíamos de suscribir para convertirnos en personas de provecho.
Al acabar los estudios, le pedí que se casara conmigo. Antes de poder unirnos en matrimonio, no obstante, debía conseguir encontrar un trabajo que me permitiera fundar una familia con ella. Ocho años me pasé buscando empleo sin éxito. El problema no radicaba en que el resto de los candidatos a los puestos que solicitaba estuvieran más cualificados que yo, que no era el caso, sino en que se elegía a la gente a dedo y uno no tenía opción de ser considerado para un puesto si no venía recomendado por alguien que estuviera más o menos directamente emparentado con o le frotara la espalda al alcalde (por no poner nada que le saque los colores a mentes aseadas). La mayoría de los que acababan siendo seleccionados no parecían haberse tenido que molestar siquiera en presentarse a la entrevista.
Darme cuenta de lo injusto que es el mundo me hacía replantearme el sentido de la vida. Lo único que lograba consolarme era oír la voz de Sulma, que me insuflaba ánimo. Siempre nos despedíamos a la altura de Al-Wazany, puesto que, para mantener su reputación intacta, Sulma no podía dejarse ver conmigo en su barrio. A mí, me daba mucha rabia no poder acompañarla hasta casa y culpaba al socavón por querer mantenernos alejados.
Al final, no me quedó más remedio que emigrar, con el fin de probar suerte en otro país. Sulma no se podía venir conmigo, porque debía quedarse a ayudar a su madre, que estaba en silla de ruedas y no estaba dispuesta a dejar atrás su casa y a su familia extendida. Cinco años más tarde, regresé con los ahorros que había conseguido reunir durante el tiempo que había estado trabajando en el extranjero para honrar la promesa que le había hecho a Sulma y casarme con ella. Al-Wazany había sido destituido y, en su lugar, ahora gobernaba un alcalde que lo primero que hizo, nada más ocupar el cargo, fue reparar las carreteras y tapar los hoyos de los que antes habían estado sembradas, entre ellos, el de Al-Wazany.
Nuestra boda salió a pedir de boca. Tras la ceremonia, me cargué a Sulma a la espalda y la subí al coche que nos iba a llevar a donde teníamos pensado celebrar nuestra luna de miel. Su dicha era evidente. El futuro pintaba prometedor.
No habíamos siquiera llegado a salir del barrio cuando comencé a darme cuenta de lo escasamente iluminada que se encontraba la carretera. De pronto, el motor del coche comenzó a fallar. Me volví hacia Sulma y vi el pánico reflejado en su semblante. Nos hallábamos aproximándonos a Al-Wazany. En el afán de atravesar eso que siempre se había interpuesto en nuestro camino hacia la felicidad compartida de una vez por todas, pisé el acelerador con fuerza. Instantes más tarde, hicimos colisión con un camión rojo que circulaba en dirección contraria.
Escrito por Aziz Samidi.