El sol brillaba anunciando el inicio de un nuevo día. El cenicero estaba a rebosar de colillas. Realizó sus abluciones y se puso a rezar. Cerró los ojos para, aguzando el oído, atender a la voz de la nación musulmana, que lo estrechó entre sus brazos con ternura y le imprimió un beso sobre cada una de sus mejillas antes de marcharse en paz. Ella acababa de bajar las escaleras y le comunicó que salía a hacer unos recados. Algo le hizo seguirla con la mirada para ver si, pasada la puerta principal, giraba a la derecha o a la izquierda. Tarde. De pronto, ni rastro de ella. Él se frotó los ojos y echó un último vistazo en derredor para cerciorarse de que ella se había ido, permitiendo que su ausencia se depositara en su interior. Corrió entonces a deshacer la maleta, que había hecho hacía tan sólo unos días, cuando las cosas se empezaron a poner feas en su pueblo y la única escapatoria viable que se le ocurrió fue la de emigrar al Cairo.
Sólo tenía un pariente en la gran ciudad: un tío paterno que vivía en un humilde apartamento. Acudió a él porque ya se sabe que no hay como tirar de los lazos de sangre para encontrar a quien se apiade de uno. Como era de esperar, este le abrió las puertas del piso que compartía con mujer e hijos y le prometió estar al tanto de las oportunidades de trabajo que fueran saliendo, para ayudarle a pasar el bache.
La pasión entre él y su prima surgió el día mismo de su llegada. Ella era una joven hermosa que se contoneaba felina, haciendo gala de un cuerpo explosivo. Él, con derrochar encanto por los cuatro costados como el conquistador nato que era, la engatusó, consiguiendo que aceptara su propuesta de matrimonio. El día que su hijo llegó al mundo le embargó una alegría indescriptible que, no obstante, no perduró. Al cabo de unas semanas, su mujer comenzó a ponerse farruca: a pegar alaridos y a ponerle a caldo delante de todo quisqui. Al primer mindungui que pasara por allí, le daba a entender que su marido era un ogro, un canalla que le hacía la vida imposible. Lo llamaba infiel, aduciendo que se burlaba de la gracia del Señor y violaba la santidad de su casa.
Él no dejaba de insistir en que no merecía el trato que recibía de su parte, que ella estaba constantemente a la que saltaba y que no le quitaba ojo de encima. En resumidas cuentas, que estaba loca de atar, con taras como para que la encerraran de por vida. Según él, era una lengua bífida que se creía la reina de Saba, con un ego que no le cabía entre pecho y espalda, una víbora que despreciaba el amor que él le profesaba.
Sin embargo, la ira de Dios nunca se hace de rogar. Unos meses más tarde, a ella le diagnosticaron un cáncer en fase terminal; no tenía sentido albergar esperanzas de que fuera a sobrevivirlo.
Hoy le ha llegado la carta con la que ella pretende enmendar los errores que cometió en el pasado. De pronto, los latidos de su corazón se han vuelto nuevamente audibles, como lo eran cuando se vieron por vez primera.
La vida y la muerte, ¿quién postuló que son antónimos? Son como la mayoría de los sinónimos: la vida nace de la muerte y, a veces, cuando uno no le confiere valor a la vida ni espera continuar viviendo, es básicamente como si se hallara muerto en vida. Fuera acaba de rugir el trueno que anuncia tormenta. La noche parece más tenebrosa que nunca antes. “Querido esposo, parece que ha llegado la hora de la despedida.”
El autor:
Ashraf Doos es un escritor egipcio miembro de la Unión de Escritores Árabes. Nació en la provincia de Beni Suef en 1964. Sus escritos han sido publicados en las páginas web árabes de mayor entidad y es uno de los autores y periodistas que más atención recibe por parte del público árabe. A parte de artículos, también se dedica a escribir prólogos. Ha sido ovacionado en múltiples ocasiones por la calidad de su obra. De entre los diarios y revistas en que ha publicado sus artículos y demás escritos, cabe destacar: Youm 7, Al Masry Al Youm, Al Dostor, Veto Gate y el periódico de Al Ahram.