Las sombras se prestan al equívoco

Vistas sobre Alejandría, Egipto

Érase una vez, en una de las provincias costeras, un joven de unos treinta abriles al que le gustaba el deporte y al que le costó la intemerata encontrar un empleo con el que poder hacer realidad sus sueños. Tuvo que dedicarse varios años a buscarlo e invertir mucha saliva en reiterar su valía por activa y por pasiva: Viajó a Hurgada, a Sharm el-Sheij, a Alejandría, así como a otras ciudades varias; se presentó a exámenes, a entrevistas, … Básicamente, hizo lo posible por convertirse poco menos que en el candidato de anuncio. No obstante, en respuesta a sus solicitudes, siempre le endilgaban la famosa cita de Míster Sistema Operativo: “Nos pondremos en contacto con usted.” A pesar de haberse licenciado en Derecho con excelentes calificaciones, nadie parecía dispuesto a ofrecerle una oportunidad laboral que le permitiera convertirse en alguien en la vida. Con todo, al cabo de varios años, consiguió finalmente un puesto de trabajo.

Echó un vistazo al reloj y sonrió. Se había puesto su mejor traje e iba hecho un pincel. En menos de una hora, daba comienzo su tan esperada primera jornada laboral en su excelentemente remunerado empleo a estrenar como chófer de una de esas mujeres de negocios que proliferan hoy en día. A la hora acordada, llamó al timbre de la puerta. Le abrió la señora de la casa, una mujer de unos cuarenta tacos que aún se conservaba en buen estado, pero a la que parecía envolver un aura de tristeza. Con un gesto, le indicó que entrara y tomara asiento mientras esperaba. Después, se metió en su habitación para cambiarse sin, aparentemente, sentir ni la más mínima aprensión por lo que pudiera pasar estando él ahí, sin que el miedo agarrotara sus extremidades, sin siquiera cerrar la puerta tras de sí.

De pronto, una voz femenina puso el grito en el cielo de mi mollera. Chabacana hasta límites insospechados, berreó: “¡Por el amor de Dios!, ¿quién es esta marquesa y cómo se atreve a desafiar las leyes de la razón tan campante, exhibiéndose en paños menores conmigo delante, desbaratándome todos los esquemas como si tal cosa? Así pasa lo que pasa. Pero no, debo ser yo, que tengo la mente sucia. A veces me pregunto de dónde me saco estas ocurrencias tan peregrinas. Sin embargo, es innegable que se ha dejado la puerta abierta a sabiendas de que yo soy el único que queda en la casa aparte de ella. Además, son justamente estos los lances de fortuna que baldan la disciplina del músculo con el que los hombres se esfuerzan por evitar convertirse en orangutanes.”

En el último momento, fue la esmerada educación que había recibido de joven la que acudió en mi auxilio para que no sucumbiera a mi rudimentaria naturaleza. No obstante, Yusef, el colega con el que suelo irme de parranda, se coló en mi pensamiento y entró en liza con mi pepito grillo desenvainando la filosofía de vida que me dejó catar aquella vez que la mujer de Aziz se le tiró al cuello. Las perlas de su sabiduría tronaban a mil bombas en mi cabeza, que yo comencé a sacudir de derecha a izquierda en un intento desesperado por huir de ese conflicto demoledor que turbaba la paz de mi corazón. Finalmente, lo único que me ayudó a domeñar mis tribulaciones fue la delicada sonrisa que esbozó ella al decir con voz aterciopelada: “Se te ve distraído. Antes de que se me olvide, he de advertirte de que soy epiléptica y de que padezco del corazón. Guardo las pastillas dentro de ese bolso de ahí y este es el número de teléfono del médico, para que lo tengas por lo que pudiera pasar.”

Como por arte de magia, sus palabras cerraron las batientes válvulas de mis salvajes elucubraciones de un portazo. Volví a ocupar el lugar que me había sido asignado. Mi mente dejó de dar vueltas, desbancó a los charlatanes y arrojó su discurso por la ventana, pues resulta que las sombras se prestan al equívoco.

 

Escrito por Fady Ashraf Mokhtar.

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Estaba venga a colegir insinuaciones de cada uno de los ademanes de aquella mujer exitosa ergo libertina, hasta que

a) solicitó una orden de alejamiento.

b) Dios me envió una señal para que la dejara en paz.