Sentada con su portátil en una cafetería recoleta, escuchaba la canción de Fairuz que dice: “Te pregunté, amor mío, ¿a dónde vamos? Déjanos, déjanos, y así se nos escaparon los años.” De vez en cuando, revisaba su correo electrónico. En la tele estaban echando un programa sobre la guerra de Israel contra el Líbano del 2006, lo que la llevó a acordarse de Yakhour, el hermano de su amiga libanesa Reema, aquel joven del Sur del Líbano. Su amiga y ella se veían con cierta frecuencia, por lo que, en una ocasión, acabó entablando conversación con él. Al poco tiempo, ya charlaban a diario, o, más bien, cada rato, a intervalos que sólo merecían ser calculados en minutos. Trabaron una relación basada en la confianza que enseguida le hizo quedarse prendada de todos sus huesos. Llegaron incluso a contemplar la posibilidad de irse a vivir juntos y quedarse afincados allí. Anhelaban poder gozar juntos de momentos hermosos. No obstante, el asedio exacerbó las tensiones entre los países enfrentados y aquello desencadenó la guerra del Líbano. Ella le confesó entonces la pasión que sentía por Feiruz y el firme compromiso que la ligaba a las montañas pobladas de cedros del Líbano, así como el cariño que profesaba por el resto de atractivos turísticos de la zona. Le dijo:
-Buenas.
-¿Qué tal?
-Me corroe la angustia, temo por tu vida con la guerra que sacude el país, ¿seguro que estás bien?
-Sí, tienes que dejar de sintonizar canales que te hagan estar constantemente alerta al zumbido de los aviones y el silbido de los misiles. Ya está bien de estar venga a despertarte con las noticias de niños muertos y madres mendigando, consuélate sabiendo que yo sigo entero. ¡En unos días habremos ganado la guerra!
El canto de victoria era el ribete que orlaba la paz que los haría libres, significaba verlo y ver a su tan amado Líbano, pues albergaba de él recuerdos preciosos de su infancia y de su juventud. Aunque su padre opinaba que marcharse a Egipto todos juntos y dejar el Líbano equivalía a intentar huir de un destino cuya fatídica rúbrica los escoltaría allá a donde fueran, su madre temía por la integridad de todos los miembros de la familia, y, como ella era la niña de sus ojos, decidió que se establecerían en Egipto hasta que la guera terminara y pudieran regresar.
Yakhour y ella acordaron contraer matrimonio, y, en cuanto acabó la guerra, decidió emprender el viaje de vuelta. Sin embargo, su madre se lo prohibió terminantemente. Le dijo:
-Sigues siendo una niña. Que te plantees viajar hasta allí me hace pensar que no te conozco.
La reacción de su madre la desconcertó. ¿Por qué quería que se casara con un egipcio? Trató de convencerla en repetidas ocasiones de que ella amaba a Yakhour. No obstante, ella seguía en sus trece, erre que erre, sin querer bajarse del burro, pese a que su padre le concedía toda la libertad del mundo para tomar sus propias decisiones.
Trató de retomar el contacto con Yakhour, pero este no le cogía el teléfono. Es más, lo tenía apagado. ¿Qué ocurría? El Líbano acababa de derrotar a Israel y el jolgorio se había extendido por sus calles, por lo que pidió a su padre que considerara la opción de que regresaran todos juntos para volver a visitar su antigua casa. Entretanto, ella se aferró a su esperanza de volver a verlo. Se pusieron en camino exultantes de contento. Con todo, Yakhour tampoco contestó al mensaje que le envió para anunciarle que regresaban al Líbano. Nada más llegar, descubrieron que su antigua casa había sido derruida. Su madre se entristeció y su padre le acarició el hombro diciendo:
-No importa. Todo lo que cuenta es que nosotros estamos bien y que tenemos una casa en Egipto.
Intentó ponerse en contacto con Reema, pero nadie atendió sus llamadas. El teléfono de Yakhour seguía apagado. De súbito, Reema llamó y, sollozando, le reveló:
-Yakhour ha muerto.
Escrito por Nourhan Abdallah.