No sé muy bien por qué, pero el café este me tiene fascinado, y eso que no di con lo que buscaba la primera vez que entré en su interior. Puede que se debiera a que, a pesar de lo animado que estaba, nadie me prestara atención, lo cual seguramente me hizo sentir relegado a un segundo plano. Además, el sitio es un sacacuartos. Aún así, recuerdo que no me importó, pues las espectaculares vistas al mar a las que daba la ventana junto a la que me senté no tenían precio.
En un torpe intento de aparentar ser alguien a quien la gente culta que tenía entendido acudía al café fuera a considerar digno de su apreciación y reconocimiento como un semejante, me compré dos libros justo antes de entrar al café y los puse de exhibición sobre la mesa. Quería encontrar con quien poder entablar una conversación que me masajeara las células grises y despertará en mí nuevamente la pasión que me solía arrebatar de joven.
Me pasé toda la mañana ahí sentado, dejando vagar la mirada por esa pieza del puzzle que constituye Alejandría para mí; por ese tramo de horizonte que, como por ensalmo, parecía haber logrado escapar a la contaminación ambiental que se cierne sobre el resto de la ciudad; con la mente perdida en el laberinto que conforma mi pasado, en ese museo cuyos cuadros la tienen todos a ella de telón de fondo; y esperando a que se diera la ocasión de presentarme a alguien.
Con los años, he ido adquiriendo, si no sabiduría, por lo menos algo de madurez y criterio. Soy ingeniero y como tal, trato de ingeniármelas para avanzar sin tambalearme más de la cuenta. No soy ningún poeta, pero me divierte levantarle la solapa a las palabras. Y las que alcancé a oír de las que trenzaban las resueltas baladronadas de la garulla allí congregada no llegaron a impresionarme, ni por su peso ni por su sonoridad. Al menos, no lo suficiente como para verme alentado a acercarme a nadie.
Me quedé, pues, contemplando el mar a través de la ventana y preguntándome si el vidrio se hallaba cribándome la experiencia del mismo. Fuese como fuere, sentía que el esplendor que irradiaba neutralizaba toda estridencia que pudiera gestarse dentro.
Me había tropezado con aquel café huyendo del mundanal ruido y el calor asfixiante que campaban fuera por sus respetos, y, a la hora de pasarme sentado en su interior, estaba ya desesperado por que mi mirada se encontrara con la de alguien que me la mantuviera, de que un comentario furtivo captara mi atención, al tiempo que un poco harto de andar constantemente en golondros.
Es un sitio de sillas de bambú; mesas, de mármol; y techos, altos. Aspiré hondamente una larga bocanada de aire. No parecía que ahí dentro fuera a tener que preocuparme de que me llegara a faltar. En las paredes colgaban extractos de los diarios de marineros, que tienen fama de llenar las páginas de los mismos con los suspiros y demás exhalaciones que sueltan los afortunados a los que deleitan durante las frías veladas de invierno con el relato de sus venturas y desventuras en alta mar. El humo asciende formando bucles que danzan con elegancia. El tintineo de los vasos y la algarabía de los consumidores, los camareros y los vendedores ambulantes que se juntaban dentro del espacio cerrado quedaban paradójicamente armoniosamente orquestados.
A mí no me tocó aquel día la suerte de encontrar con quien compartir mis disquisiciones filosóficas, a pesar del nombre de propiciar intercambios dialécticos chispeantes que aquel café se había ganado supuestamente con los años y de lo interesante que me pareció su clientela en un primer momento, que parecía dispuesta a tomarse un tiempo para analizar quienes eran cuando la vida se les imponía. En retrospectiva, no obstante, me doy cuenta de que lo que realmente ansiaba por aquel entonces era acallar mi necesidad de huir de la soledad, del forastero que habita en mí, ese que se siente en casa cuando mi entorno no me permite prestarle oídos.
Escrito por Mohamed El Sharnoby.