El chaval y la fortaleza

Bordj El Kiffan Algeria

Ahmed, a sus seis abriles, ya está hecho todo un machote de mente despierta, curiosidad pujante, imaginación galopante y cándidos rasgos faciales. Reside en la ciudad de la fortaleza de alto copete erigida junto al mar en medio de una playa de dunas de arena fina que recibe el nombre de “Bordj El Kiffan”, que, por estos lares, se deja en la versión apocopada de “Bordj”. Fue construida por militares hace varios siglos, durante el imperio otomano. En otro tiempo, era defendida por todo un escuadrón de soldados que se colocaban al pie de los suntuosos cañones que, asomando el morro por las almenas, aún coronan la estructura y acerca de los que a la sazón circulaba una plétora de leyendas de terror destinadas a mantener a los moros lejos de la costa.

Su imponente silueta se recorta contra el azul soñador que casa una tonalidad celeste con una marítima. Su misión consistía en atalayar las aguas para evitar que ningún forajido que, de lejos, pudiera haberle echado el ojo a la joya que se extendía tierra adentro se aventurara a soltar amarras y acercarse en bajel pirata cualquiera más de la cuenta. Sigue en pie, aunque, con el tiempo, haya ido perdiendo el lustre y la definición de sus, antaño, turgentes protuberancias. Sus muros se reclinan los unos sobre los otros y el trapisondista del viento juega al mikado con sus piedras constituyentes. Pero ahí sigue, con presencia desafiante.

Ahmed jamás desperdicia ocasión para acribillar a su padre a preguntas acerca de la fortaleza:

-¿Para qué sirve? ¿Por qué la edificaron?

A su padre no le queda más remedio que armarse de paciencia:

-La levantaron nuestros antepasados para proteger nuestra tierra de los invasores.

Lo bueno es que Ahmed se despista con dos de pipas. Se da con un canto en los dientes con el primer predicado que sale de boca de su padre y enseguida se va a corretear y a brincar por ahí con sus primos. A su padre le gusta que circunscriban su patio de recreo al área sobre la que la fortaleza proyecta su sombra. Sabe que su fe en que la fortaleza pueda de esta guisa escudarlos de peligro que se precie no posee fundamento alguno, pero, aún así, es cómo se queda tranquilo. Siente que tiene con la fortaleza lo que casi cabría describirse como un vínculo afectivo. Todo lo que la atañe le fascina: sus puertas de madera, su fachada de color desvaído, sus ventanas medio derruidas, hasta las gaviotas que la sobrevuelan graznando todas las mañanas, amén de las lagartijas que se alojan en las entretelas de sus muros y las flores que crecen en sus inmediaciones y se abren en verano.

Al atardecer, el abuelo de Ahmed tiene por costumbre llevarse a su nieto a dar una vuelta por la playa. Es un hombre con caché que inspira respeto, pero al que le encanta contar sus batallitas y prodigar el conocimiento empírico que ha extraído de sacarle jugo a la vida tratando de vadear lo que nos pone a prueba en este mundo. Además, no tiene inconveniente en que Ahmed le fría a preguntas. A cambio de que este se convierta en su nuevo confidente, su paño de lágrimas en funciones, se ha propuesto tomarse todo el tiempo del mundo para saciar su curiosidad.

Una tarde, Ahmed le pregunta por la ocupación:

-¿Cómo lograron desembarcar y tomar la fortaleza?

Meditabundo, su abuelo guarda silencio un instante, al cabo del cual, suspira y contesta:

-Ay, hijo mío, si supieras cuántos de los nuestros sacrificaron sus vidas tratando de evitar que los invasores la asaltaran. Aún hoy le debemos poder sentirnos orgullosos de nuestro país a aquellos valientes que en su día derramaron su sangre luchando con uñas y dientes por que se mantuviera inexpugnable. Recuerda siempre: “Si uno logra hacerse digno de la confianza que una nación deposita en él, puede vivir sin tener que curarse de atenerse a más preceptos divinos, pues ha cumplido con su deber en la tierra.”

Ahmed escucha con atención las palabras de su abuelo y, aunque todavía no le cuadran todas las piezas del mensaje, hace un esfuerzo por memorizarlas. Sabe que algún día, en alguna parte, vendrán a colación y cobrarán sentido. Lo sabe porque su abuelo siempre acaba llevando razón.

 

Escrito por Ahmed Amine.

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Nuestros yayos son gente sabia. Si siguen en este mundo es para recordarnos

a) a que hacen alusión los símbolos.

b) quién ha invadido nuestras supuestamente inexpugnables fortalezas.