Me sentía desfallecer con cada paso que daba. Las rodillas habían comenzado a temblequearme. Me hallaba siguiendo el curso del río para llegar a la casa donde nací, que se asienta cerca del pozo de la campiña de Quaà Asserasse. No había probado bocado en todo el día y el efecto de los porros estaba a punto de dejarme fuera de juego, al albur del viento, que, por intuito de su díscolo talante, no dudaría en llevárseme volando como una mísera hoja de papel. Llevaba días sin pegar ojo por la angustia que me producía la mera idea de regresar a casa. Pero, ¿a qué se debía?, ¿por qué sentía que, pese a llevar tiempo preparándome mentalmente para ese momento, el tan anhelado retorno a casa me iba a dejar con un palmo de narices? Tal vez estuviera relacionado con el hecho de que, pese a estar avanzando aparentemente, con cada paso que daba, en el fondo, me sintiera retroceder.
Al rato, me hallaba frente a la puerta principal. Las cortinas de la entrada estaban echadas. Del interior de la vivienda emanaba música jbala y un aroma a tayín de pescado. De pronto, sentí que el corazón se me aceleraba y que el pulso comenzaba a fallarme. ¿Qué le iba a decir cuando lo viera? ¿Qué me iba a decir él a mí al verme? ¿Le iba a costar reconocerme con la de años que llevábamos sin vernos?
Llamé a la puerta con dos golpes de nudillos. Me abrió y saludé. Vi cómo se le agarrotaban los músculos del cuerpo y su cara adoptaba una expresión de estupefacción. El humo del peta que estaba fumando se le atragantó y comenzó a darle un violento ataque de tos. Para evitar que se ahogara, le alcancé el botellín de agua que había visto sobre una mesa al entrar. Se trincó el agua de un sorbo y nos abrazamos. Su olor no había cambiado: seguía apestando a sudor amalgamado con hachís.
-¡Veo que estás hecho un hombretón, Emad!- dijo, tratando de refrenar las lágrimas de modo, para mi gusto particular, que posiblemente pecara de austero, un tanto aparatoso. Le había pillado tanta tirria a lo largo de los años que no pude por más que pensar que su muestra de afecto, en rigor, respondía a su necesidad de montar un número con lágrimas de cocodrilo. No obstante, me abstuve de hacer ningún tipo de comentario. Irónicamente, había conseguido dejarme sin palabras.
-Tengo entendido que, a diferencia de tus hermanos, te has sacado la carrera con nota.
-¿Quién sabe? Tal vez, si no se hubieran quedado, ellos también …
Bajó la mirada y se sumió en un silencio elocuente. Yo me sumé a él.
-¿Qué le ha pasado a tu cara?
Alcé la vista. Lo encontré examinándome la jeta. Dije:
-Me he metido en una pelea.
No siguió preguntando. Se levantó y se acercó a la chimenea para echar un ojo al tayín. Lo probó y dijo:
-Este tayín está delicioso. Es una pena que te vayas a quedar sin probarlo. Es que has llegado en mal momento.
Me dije para mis adentros que, total, era de esperar. Al fin y al cabo, llevaba toda la vida llegando a destiempo. Hasta para llegar a este mundo, había optado por un mal momento. Mi hermana me lo había confesado un día, que ni siquiera celebraron mi nacimiento.
-¿Te acuerdas de Mustafa, el calvorota de Chauen?- me preguntó.
-¿El que te desplumó?
Soltó una carcajada y añadió:
-¡Bah! Ya lo he perdonado. Ahora está cumpliendo condena en la prisión de Oued Laou. Tenía pensado ir a hacerle una visita y llevarle este tayín. Tú vuélvete ahora a Tetuán y regresa más adelante en mejor momento.
La expresión de su rostro revelaba que no se hallaba guaseando. Volvió la mirada hacia la puerta con ademán apremiante. No obstante, antes siquiera de que a mí me diera tiempo a reaccionar, se le demudó el rostro. Los ojos se le habían quedado anclados al umbral de la puerta. Al ir a darme yo media vuelta para averiguar qué era lo que lo había dejado tan patidifuso, mis ojos se toparon nada más y nada menos que con Mustafa, el calvo de Chauen. Bajo el brazo llevaba una caja de tercios de cerveza.
Con voz anudada, le preguntó:
-¿Cuándo te han soltado?
Mustafa replicó como alucinado:
-¿Quiénes?
Él repitió la pregunta:
-Del trullo, que ¿cuándo te han soltado?
Mustafa jamás aguantaba en una misma conversación más de cinco segundos. En cuánto o bien sentía que se le brindaba la oportunidad o bien se sentía harto necesitado de que se le brindara la oportunidad, se salía por peteneras. Aquel día, no iba a hacer una excepción. Por ende, se volvió hacia mí y dijo:
-¿Emad? ¿Eres el pequeño Emad?
Por un instante, me dio la impresión de que me compadecía. Asentí con la cabeza y salí de la vivienda sin mediar palabra. Mientras me alejaba de la casa, los escuché discutir. Me había gastado todo el dinero que llevaba conmigo en el viaje de ida, así que no me quedó más remedio que vender mi móvil por la cuarta parte de lo que había pagado por él para poder regresar a Tetuán. Además, tuve que recorrer todo el camino hasta Oued Laou a pata para poder desde allí coger cualquier medio de transporte que me permitiera continuar mi periplo. Mientras caminaba por la playa, se hizo de noche. Los botes de los pescadores parecían manchas de color moteando la negrura de en derredor. La luna había abandonado el cielo nocturno y la oscuridad detentaba soberanía absoluta. Lo que desea permanecer oculto se alimenta de la oscuridad. Aquella noche, según me adentraba en el seno de las tinieblas, sellé un pacto con lo desconocido. Yo me seguiría dejando sorprender en tanto que él no me arrebatara la tierra firme bajo mis pies. Hasta la fecha, nunca me ha fallado.
Me deshice de la carga de tener que estar planeando para un futuro incierto y, en vez, elegí instalarme en la duda, hacer de la oscuridad mi refugio.
Escrito por Mouad Mouhal.