La Calle de la Misericordia

Khorshid_awaed Rd, Al Khodrah, Markaz Kafr El-Dawar, El Beheira Governorate

Salgo de la mezquita AlHamad al concluir la oración del viernes. Ni zorra de sobre que ha versado el sermón de hoy, no me he enterado de nada. Aparte de largo y repetitivo, la declamación me ha parecido nefasta. No obstante, me ha provisto del espacio de tiempo necesario para prepararme mentalmente para la cita que tengo en un rato.

Cruzo la calle que corre paralela al canal Mahmudiya y me meto por la calle de la Misericordia. En 500 metros de distancia, me toca poner fin a 35 años de distanciamiento. Toda la vida se me ha dado de vicio buscarle las cosquillas. Uno de mis muchos talentos innatos. No obstante, esta vez me da más reparo que de costumbre despertar a la bestia que sé que habita en su interior. Camino pisando huevos por miedo a caerme en una zanja, en un agujero negro de los que se obturaron en una de las últimas obras que se llevaron a cabo en esta calle y que han engullido fragmentos de la historia del barrio, convirtiendo la película de nuestro devenir en una serie de fotogramas torpemente imbricados y pasados a cámara rápida.

A mi derecha, aproximadamente a mitad de calle, se yerguen los altos muros de la fábrica de baldosas y muebles de baño que ha pulido la imagen del barrio. Sus inicios se remontan a cuando aún se documentaba la historia en blanco y negro. Tropiezo con uno de los palés que se encuentran apoyados contra el muro del establecimiento. Recuerdo cómo, de vuelta de la Escuela Islámica del Jeque Al Saíd, mis colegas y yo solíamos encaramarnos al muro, que, la verdad sea dicha, no recordaba tan alto, para afanarnos unas naranjas o mangos de los árboles del otro lado. Algunos trepábamos por las palmeras cercanas a la tapia, otros optábamos por valernos de las cañerías pegadas a la misma a tal fin, mientras que unos pocos de entre nosotros nos limitábamos a lanzar ladrillos a las copas de los árboles para que, con un poco de suerte, nos cayera a nuestro lado del muro alguna de las piezas de fruta madura. Hamda, el lisiado, se quedaba en retaguardia vigilando el camino. Siempre que Saad, el guarda, se asomaba por la esquina, nos alertaba con su estridente silbido para que nos diera tiempo a salir por patas. El recuerdo me devuelve el pitido del silbido a mis oídos. Sólo recordar su estridencia me deja ligeramente descolocado. Tanto es así que estoy a punto de ser atropellado por un niño que, pese a tener pinta de no haber cumplido siquiera los diez años de edad, va al volante de un tuc-tuc que pasa rozándome a todo trapo.

La calle de la Misericordia mide menos de veinte metros de ancho. Descendiendo por la acera izquierda, me topo con el edificio blanco de dos plantas y amplio patio con docenas de postes para atar el ganado. Se trata de la clínica veterinaria. De entre los muchos sueños que albergaba por aquel entonces y que nunca llegaron a hacerse realidad, uno consistía en llegar a ver lo que ocurría en el interior de aquel edificio. Veía entrar a los campesinos con sus acémilas y su ganado, y a las señoras con sus gallinas. Veía al doctor, venga a andar al retortero, y a su hija. ¡Quién pudiera olvidar a su hija! La recuerdo con un vestido azul, y con su cabello castaño y ondulado cayéndole sobre los hombros. Debía de rondar mi misma edad. La última vez que la vi, salió con su padre de la clínica, se montó en un coche y desapareció con él. Una vez, jugando por las inmediaciones, pegué una patada a un balón con el pie derecho. Lo catapulté contra el muro con tal fuerza que, por un lado, conseguí desconchar la pintura del muro, y, por el otro, me lesioné un dedo del pie, del que se me cayó la uña a las pocas semanas, lo cual me costó no poder jugar a la pelota durante más de un mes. La clínica ahora está cerrada. Su característico color blanco ha adquirido con el tiempo una tonalidad cenicienta y los cultivos que antiguamente rodeaban el edificio han dejado de existir. Ahora se levantan en su lugar bloques de viviendas para familias o hombres solteros, con apartamentos para vender o alquilar. Los pisos de a pie de calle están ocupados por tiendas de cerámica, talleres mecánicos, tiendas de abalorios, farmacias, tiendas de muebles provenientes de Damieta, colmados con dulces y frutos secos, un centro de salud de tamaño reducido, y, frente a este, un desguace.

A mitad de calle, esta se vuelve más estrecha. Pasada la fábrica de baldosas y muebles de baño, la calle continúa flanqueada a ambos lados por bloques de viviendas, en cuyos primeros pisos se sitúan establecimientos de todo tipo: de utensilios de cocina, de materiales de construcción, puestos de falafel, ópticas, un cíber, … Ya no queda ni rastro de los pastos que abundaban antiguamente por doquier. El verde ha quedado confinado a un espacio reducido. Al final de la calle, me topo de frente con el quiosco que vende zumos de caña de azúcar. Luego, la calle se bifurca, dando lugar a dos calles derivadas que conducen a otros lugares, en los que los espacios abiertos también se han visto reemplazados por bloques de viviendas con tiendas. Bajo sus cimientos se hallan sepultados los lugares en torno a los que he construido los recuerdos que conservo de mi tierna infancia. Frente al quiosco de zumos de caña de azúcar, se encuentra una bulliciosa estación de minibuses. A su izquierda, acaba de abrir una gran cafetería. A través de sus altavoces, suenan canciones populares a un volumen ensordecedor. Sus mesas están colmadas de juegos de mesa, de dominós y de barajas. Giro a la derecha, volviendo la espalda a la cafetería y enristrando el lugar donde he quedado con mi padre. El nudo que suelo sentir en la garganta cuando quedo con él se volatiliza. En vez, se me instala un vacío escalofriante en el pecho. Miro hacia donde suelo encontrarle esperándome sentado, pero no lo veo. Entelerido, vuelvo la vista atrás. No hay ni un alma en toda la calle. Los fantasmas del pasado parecen haberla tomado y haberla acordonado como si se tratara de una sala de exposiciones.

 

Escrito por Munir Otaiba.

Elige tu propia aventura

Nuestras mentes se hallan sitiadas

a) por los fantasmas que levitan en los rincones en sombra.

b) dentro de una realidad en la que el pasado no puja en las apuestas del presente.