Doña D.

Markaz Tama, Sohag Governorate, Egypt

Había caído todo lo bajo que se puede caer, no una, sino varias veces, y caídas como las que ella había sufrido dejan cicatrices.

Todas las noches volvía a replantearse la conveniencia de quitarse la vida. No obstante, siempre acababa, en el último momento, prefiriendo encomendarse al Altísimo. Él la guardaría del mal que la acechaba desde el otro extremo del pasillo. Ruhiya, su compañera de piso, era pues una mujer insólita y, a todas luces, de poco fiar. Se pasaba un tercio de las noches en vilo, observando el movimiento de los astros y balbuciendo conjuros en una jerga que tenía todos los visos de instrumento de Satanás. Las mujeres del pueblo acudían a ella con cierta frecuencia para pedirle asesoramiento y consultar con ella lo que las atribulaba y pesaba sobre la conciencia. A cambio de sus servicios, le suministraban mazorcas de maíz o algo de trigo, que es un bien escaso por estos lares, así como gas para mantener encendidas sus lámparas de siete brazos, que no hacían mucho por remediar lo lúgubre y luctuoso que se manifestaba el ambiente que se respiraba en aquella casa, cuyos inquilinos previos fallecieron a causa de una enfermedad poco corriente y no fueron hallados hasta que el hedor que sus cuerpos despedían al descomponerse alertó a los vecinos. A que la casa rezumara yuyu por los cuatro costados también contribuía poderosamente que todos los niños varones que habían sido dados a luz en su interior hubieran muerto poco después de forma misteriosa.

Ella la evitaba como la sarna. Además, no tenía tiempo para hacer migas con gente que, ya de por sí, no se prestaba mucho a ser amistada. Bastante tenía con ocuparse de sus criaturillas. Su padre había pasado a mejor vida hacía relativamente poco, después de pasarse meses postrado en cama. Jamás se supo qué fue exactamente lo que lo aquejaba, y si parece un tema recurrente el de que la gente de por aquí estuviera venga a palmarla tras contraer una enfermedad que nunca llegaba a ser identificada como es debido es porque lo es. Podía ser que se debiera a que la gente salía descalza a la calle, que apenas les restara tiempo para nada que no fuese sobrevivir el minuto siguiente y que lo más parecido a un médico que residiese en las inmediaciones fuera el barbero del pueblo, cuyos conocimientos en la materia y equipamiento para fungir como tal dejaban mucho que desear. En definitiva, más le valía saber rezar a quien cogiera hasta el más aparentemente inocuo de los constipados.

Y a rezar, a ella no le ganaba nadie. Si hubiera fundado una academia, se habría hecho de oro. No obstante, había algunos que eran casos perdidos. Ella podía guiar a la gente por el buen camino, pero, al final, cada cual había de poder recorrerlo por su cuenta, pues, por mucho empeño que ella pusiera en instruir al mundo acerca de la verdad, tampoco podía obrar milagros. Ese poder le estaba reservado únicamente al Altísimo, que sólo lo ostentaba ante quienes estaban destinados a poder apreciarlo.

Este mundo en el que vivimos, qué duda cabe, no es el vergel divino, sino, más bien, una selva hostil, en la que a la mujer no se le reconocen derechos, donde no se la cree digna de heredar nada, pues, en última instancia, no es más que un artículo de lujo que, de tanto en tanto, sale a subasta.

A ella, por ejemplo, como no llegó a heredar nada a la muerte de su marido, le tocó vender todas sus joyas de oro para poder pagar el entierro de su suegro, cuyo cuerpo le fue enviado envuelto en un sudario desde la prisión donde la espichó. Los amigos de su marido, con los que este se había portado muy bien en vida y que se habían ofrecido a ayudarla en el sepelio del mismo, se hicieron los locos cuando efectivamente fue a pedirles que le prestaran algo de dinero por los viejos tiempos. Si es que, a la hora de la verdad, los seres humanos estamos gobernados por nuestras bajas pasiones e instintos más primitivos.

El hermano mayor de su marido se quedó con la casa y la echó a ella a la calle. Sin embargo, aquella no era la primera vez que le ocurría algo así. Su madre ya la había puesto de patitas en la calle previamente cuando su hermano y ella tuvieron, en una ocasión, un altercado y ella se puso de su parte.

Recuerda cuando su hijo fue a recogerla para llevarla a la estación de tren. No le quedó más remedio que vestirse deprisa y corriendo con la túnica que colgaba de la cuerda de tender y a la que no le había dado tiempo a secarse del todo. Metió todas sus pertenencias en una cesta de hoja de palmera que había ennegrecido con el paso del tiempo y salió de aquella casa en la que había montado toda su vida para no volver. De haberla conocido entonces, habría pensado que Ruhiya la había maldecido.

Actualmente, vive lamiéndose las heridas, como una muñeca de trapo que ha sobrevivido un incendio.

 

El autor, Ahmed Idres Ahmed Arrahim, alias el Idresi:

Kom Ashkawa – Markaz Tama – Gobernación de Sohag
Profesor auxiliar, departamento de Filología Árabe, Facultad de Filosofía y Letras, Universidad Minya