Naturaleza aviesa

Jezmatiyeh souq, Damascus, Syria

Mantengo mi condición en secreto. Los únicos que saben que no me siento atraído por el sexo opuesto son los médicos que me han tratado. No fue hasta la adolescencia que empecé a darme cuenta de que no era como el resto de los hombres a mi alrededor. Lo primero que hice fue comprarme y estudiarme media estantería de libros de psicología para averiguar qué debía hacer para reparar mi virilidad. No obstante, aquello no surtió el efecto deseado y, para cuando por fin me percaté de que necesitaba ayuda profesional y pedí cita en la consulta de un médico, me dijeron que llegaba demasiado tarde y que lo mío ya no tenía remedio.

Hoy cumplo medio siglo, pero no tengo pensado celebrarlo. La última vez que recuerdo haber festejado mi cumpleaños fue hace ya quince años, cuando Hala vino a traerme una caja de dulces decorada con flores de manzano de la pastelería de la esquina, que resulta ser de las más famosas de la ciudad. Yo es que vivo cerca del casco antiguo, en el barrio de Al Midan, más concretamente, en el bullicioso mercado de Jezmatiyeh. De hecho, la ventana de mi cuarto da a la calle en la que se encuentran varios de los sitios de comida típica con más nombre de todo Damasco, como, por ejemplo, el restaurante Abou Al-Kheir y la pastelería de la que Hala me trajo la caja de dulces, que se llama Abou Arab.

Nos habíamos conocido a través de su hermano Hazem, que es amigo mío de toda la vida. Este nos había presentado durante la época en que ella se hallaba cursando la carrera de medicina, porque, cuando yo me enteré de que ella necesitaba mejorar su dominio del inglés para poder leer artículos científicos de corrido, me ofrecí a darle clases de idioma. A cambio de mis conocimientos de lengua, ella me subía comida de vez en cuando, me mantenía la casa presentable y me regaba las plantas en mi ausencia.

Daba gusto impartirle la materia, porque, gracias a que ya sabía francés de antemano y era una alumna ejemplar, lo comprendía todo a la primera. En los ratos que no estábamos machacando el inglés a muerte, nos dedicábamos a charlar, hojear revistas, tomar café y escuchar música, y enseguida se desarrolló entre nosotros una amistad como las que, entre hombre y mujer, si todo va como se presupone que debe ir, se entiende que conducen al matrimonio. Yo no quería infundirle falsas esperanzas, así que trataba de evitar por todos los medios que mi afán por disfrutar de su compañía de un modo netamente intelectual se pudiera malinterpretar.

Dos años me pasé dándole clases de inglés, al cabo de los cuales, ella se licenció y dimos por finalizado nuestro acuerdo. La última vez que la vi fue el día de mi cumpleaños. Recuerdo que, en un momento dado, se sentó frente a mí y, mirándome directamente a los ojos, me preguntó:

—Treinta y siete tacos y sigues soltero. ¿Es que no piensas casarte nunca?

—No es lo que piensas.

—Si el problema está en que no encuentras pareja, no es por nada, pero yo sería una candidata espléndida para el puesto de devota esposa. Además, estaría dispuesta a pasar por alto que tiendes a viejales cascarrabias. Al fin y al cabo, más vale malo conocido que bueno por conocer —bromeó ella, a lo que yo contesté:

—Sabes que no se me ocurriría pedírselo a otra.

—¿Y qué es lo que te lo impide? ¿No te llama la idea de contraer matrimonio algún día?

—No estoy hecho para la vida de casado.

—¿Lo dices en serio?

—Por desgracia.

Al poco de tener aquella conversación, abandonó la casa. Creo que le hirió lo que le dije y no volví a saber de ella hasta que Hazem, con el que sí que mantuve el contacto, me contó al cabo del tiempo que había empezado a trabajar en una clínica privada, que se había casado y fundado una familia.

De pronto, suena el timbre. Voy a abrir la puerta de entrada a la casa y, al otro lado, allí está ella, más hermosa incluso de lo que la recordaba. Ha venido con Hazem, que no espera a que se me pase la sorpresa para abrirse paso hacia el interior de la vivienda. Hala y yo le seguimos hasta la cocina. Hazem coloca la tarta que han traído sobre la mesa y, mientras se pone a preparar el té, Hala empieza a abrir puertas de armarios en busca de un cuchillo con el que cortarla. Yo intento desesperadamente que se me ocurra alguna genialidad para disuadirla de seguir explorando, pero, justo entonces y antes de que pueda hacer nada por evitarlo, descubre el rincón donde guardo mi medicación. Con ojo clínico, se pone a inspeccionar las etiquetas de los botes y, súbitamente, se le demuda el rostro. Yo espero, impaciente, a que diga algo, cualquier cosa. Entonces, se da la vuelta y me dedica una mirada que, ante todo, me dice que no tengo qué temer, que ella me comprende.

 

Escrito por Muhammad Salem Salimah.