Finalista del concurso literario “Dos mil noches y un amanecer”
Me corroe la duda sobre dónde empieza y hasta dónde se extiende lo que me adscribe al sexo débil. Sé que, por mucho que me esfuerce en atinar con palabras favorecedoras a componer un relato chispeante, este jamás llegará a seducir por sus encantos sustantivos, porque mi dolor no se deja poner nombre. Cuando la oscuridad se cierne, las fieras de la noche sacan pecho y el único himno que se escucha es el de un pueblo que censura a quien desea expresarse enseñando escote y se regodea en un silencio cómplice.
Es posible que llegue el día en que, por fin, pueda vomitar todo eso que siento que no encuentra cabida en ninguno de los contenedores de formato preestablecido que se hallan a mi disposición. Sin embargo, dudo mucho que vaya a toparme con él a la vuelta de la esquina, pues primero he de crear y atrincherar el espacio donde poder encontrarme a solas conmigo misma, donde poder concatenar mis pensamientos hasta que, ¿quién sabe?, alcancen una medida que rebase la que les corresponde en virtud de su naturaleza, un espacio donde pueda cultivar un jardín onírico sin temor a que nadie vaya a irrumpir en él y recortar todas sus flores.
Sé que no soy la única que sueña despierta y estoy segura de que los hay que sueñan con cosas que hacen ruborizar hasta a las estrellas a las que piden sus deseos, que creían haberlo oído todo. No obstante, cada vez que el gallo vuelve a cantar, la gente despierta a su realidad y hace por que sus demonios interiores permanezcan dormidos.
De día, siento que me ahogo. Por eso, por las noches, abro la ventana de mi habitación de par en par, para poder respirar el aire que viaja desde los confines del universo. No obstante, en cuanto me asomo al exterior, caigo en la cuenta de que no sabría por donde empezar a navegar la insondable oscuridad que se extiende ante mí. Y sí, ya son muchas las noches que me he pasado sin pegar ojo.
Las mujeres que frecuentan el hammam se desnudan nada más llegar. Se trata de un ritual que, en cierta medida, les permite jugar a imaginarse cómo sería vivir en un mundo que hubiera logrado emanciparse de la sociedad patriarcal que lo rige y hace del día a día de una mujer un calvario, uno que quepa entenderse como algo que difiera de un valle de lágrimas.
Cuando mi madre me llevaba de pequeña al hammam, yo no podía evitar quedarme embelesada observando como el vapor que ascendía formando espirales hacia el techo abovedado entallaba la sensualidad femenina y confería a las figuras que se distendían en el interior de la sala un aire de irrealidad que las hacía parecer impermeables al paso del tiempo, casi como sacadas de Las mil y una noches o de aquel cuento que solía narrarme mi abuela sobre las mujeres de Nippur.
Por aquel entonces, creía que existía una correlación entre las mentes sucias y las carnes flácidas y, mientras me frotaba con ahínco mi cuerpo de niña, que aún no dejaba aventurar en qué mujer me iba a convertir, rezaba por que la curiosidad malsana que sentía a la sazón por saber dónde se localizaba y qué apariencia presentaba lo que causaba tanto revuelo en la sociedad no me fuera a salir a la larga por un ojo de la cara.
A las mujeres del hammam no les hacía mucha gracia que yo me dedicara a inspeccionar sus cuerpos y me lo indicaban lanzándome miradas reprobatorias. De su indignación, yo deducía que pensaban que yo aún no había vivido lo suficiente como para tener autoridad para juzgarlas por lo que les colgaba más o menos.
Recuerdo que, en una ocasión, aproveché que mi madre se hallaba enfrascada en enjabonarse concienzudamente para apartarme de su lado y acercarme al cubo con la pasta de canela con la que las mujeres gustaban de embadurnarse. Cuando regresé a ella, la encontré hecha una furia. Me preguntó dónde me había metido y yo le comenté que no entendía por qué me prohibía ir a explorar la zona por mi cuenta si los hombres tenían vedada la entrada al hammam y, por lo tanto, en principio, no debería haber nada que temer. Ella se tomó un momento antes de contestar y luego me replicó haciéndose la ofendida que su obligación era mantenerme al alcance de la vista y la mía, obedecer y abstenerme de rechistar.
La vez aquella que me mandaron callar, no me quedó otra que guardar silencio. No obstante, aún a día de hoy, sigo sin entender que es lo que nos lleva a recelar tanto del otro. Mi abuela me solía contar historias sobre cómo la gente se relacionaba antaño. Decía que, antiguamente, los baños públicos solían ser mixtos y que nadie habría puesto el grito en el cielo al ver a ambos miembros de una pareja acudir juntos al hammam. Actualmente, resultaría inconcebible tener a hombres y mujeres compartiendo un mismo espacio con todo al aire, examinándose mutuamente con lascivia. Hay quien interpreta este fenómeno como una prueba irrefutable de que nuestra cultura se ha sofisticado y otros, de que ha sufrido una regresión. Sea como fuere, es innegable que su mecánica ha contribuido a crear una sociedad que detesta y denigra a las mujeres. A lo mejor, si la entrepierna del vecino no fuera de la incumbencia de nadie y no tuviera más relevancia que la que este quisiera darle, hombres y mujeres podrían llegar a ser considerados iguales a efectos legales.
Cada vez que entro o salgo del hammam, me encuentro siempre a una jauría de hombres que se juntan antes de acudir a la mezquita a rezar para mofarse de y acosar a las mujeres que pasan por su lado.
El autor:
Atheer Al Hashimi nació en 1981 en Irak, estudió Literatura Contemporánea y Crítica Literaria en la universidad y se considera un escritor.