El patio del terremoto

Finalista del concurso literario “Dos mil noches y un amanecer”

Los lugares nos habitan. Se instalan en nuestro fuero interno y, sobre ellos, imprimimos nuestros recuerdos. Constituyen el lienzo sobre el que se proyecta la peli de nuestras vidas. Y cuando los abandonamos, nuestro fuero interno se resiente, porque intuye que, para cuando regresemos a ellos pasado el tiempo, serán los recuerdos de otros los que los galopen.

Miro hacia el patio y me digo a mí mismo que menos mal que los abuelos lograron marcharse antes de que estallara la guerra. Todo está cubierto de escombros. El patio se ha vuelto gris ceniciento, hasta el césped, un gris oscuro que tiende a negro sobre los muros que quedan en pie. De pronto, vislumbro lo que queda de la pintada que uno de mis amigos de la juventud plasmó sobre uno de aquellos muros que encuadraban el patio y se me cae el alma a los pies. Estaba dedicada a la hija del vecino, por la que estaba colado, y rezaba:

«Si amarte es un crimen, será mejor que me encierren, porque no tengo intención de dejar de cometerlo.»

Desde donde me hallo, se deja ver lo que queda de la casa de mis abuelos en el otro extremo de la plaza. Recuerdo a mis abuelos sentados en aquel banco de madera enorme que revestían con aquella manta de colores que mi abuela había confeccionado a partir de los retales de la ropa que se le había ido quedando pequeña a la familia, cuyas varias generaciones la habían ido heredando sucesivamente una tras otra (normal que desprendiera un tufillo a humanidad). De seguir allí, mi abuela habría convocado a los más jóvenes para referirles su versión de la historia de los orígenes de la albahaca. A nosotros nos la llegó a relatar ni se sabe las veces, pero, pese a conocerla de memoria, nos gustaba sentarnos a su vera a que nos la contara de nuevo, porque su narración era tan vívida y rezumaba tal emoción que conseguía que sus electrizantes palabras nos galvanizaran el olfato, hasta el punto de dejarnos con la sensación de que todo a nuestro alrededor emanaba el característico olor de la albahaca.

Mi abuelo, por otro lado, era de talante menos dulce y más socarrón. Recuerdo aquella ocasión en que me habían dejado a su cargo y, al ver que me quedaba mirando con deseo los racimos de uvas que colgaban sobre mi mollera de la pérgola por la que trepaba la parra del patio, me dijo:

—Puedes comerte todas las uvas a las que alcances sólo con la boca.

Seguidamente, soltó una carcajada que hizo retumbar el cosmos, pues, por aquel entonces, los racimos que colgaban hasta más cerca de mi cabeza se hallaban a, mínimo, un largo metro de distancia.

En medio del patio se erguía un albaricoquero que había crecido hasta medir lo que un plátano. “Generaciones y generaciones se han alimentado de sus frutos”, solía instruirnos mi abuelo. En uno de los extremos del patio había también dos frondosas matas de zarzamoras en torno a las que nos encantaba hacer el mono a mí y al resto de la pandilla que formábamos los niños del barrio. Alrededor de los bancos de madera sobre los que arrojaban su elongada sombra al declinar la tarde, siempre dejábamos un reguero de cáscaras de frutos secos, sobre el que las hormigas se abalanzaban de inmediato. Al amanecer, ya nunca quedaba rastro de lo desconsiderados que habíamos sido el día anterior con nuestro entorno, como si hubiera alguien con especial interés en hacernos parecer unos angelotes.

Una noche de agosto, pasada la hora de las brujas, mi abuela me despertó e, intentando serenar su tono de voz para que no se le notara lo nerviosa que estaba, me dijo:

—Levanta y ve a despertar a tu tío. Ambos debéis salir al patio ipso facto. Tu tía de Homs acaba de llamar por teléfono para advertirnos de que esta noche un terremoto va a sacudir Lataquia. Yo tengo que correr a avisar al resto de los vecinos.

Mi tío no se tomó a bien que le despertara y, pese a que yo le expliqué que tan sólo seguía instrucciones y le expuse los motivos por los que mi abuela había considerado pertinente recurrir a medidas tan drásticas, se puso como un energúmeno a soltar improperios a diestro y siniestro:

—¡Me cago en Japón y en el Richter ese de los cojones! —imprecó, antes de girarse para seguir durmiendo como si tal cosa.

Recuerdo pensar que nunca antes había oído a mi tío proferir semejantes exabruptos en la casa. De hecho, después de referirle a mi abuela lo sucedido, ella tampoco se atrevió a volver a perturbarle el sueño, y eso que le costó tener que permanecer toda aquella noche que el pueblo entero pasó en el patio con un ojo clavado en la puerta de entrada a la casa. La gente se juntó con lo puesto, a saber, en pijama. Los únicos que lograron descansar fueron los niños. El resto, para rebajar la tensión, comenzó a cachondearse de la situación y, a medida que avanzaba la noche y lo de que la tierra se pusiera a temblar se iba progresivamente evidenciando como menos probable, también de su ingenuidad. Con el romper del alba, todos se retiraron a sus respectivas casas sin poder dejar de reírse del poco juicio que habían demostrado. A raíz de la atmósfera jovial que se había creado, uno exclamó sarcástico:

—¿Qué?, ¿mañana a la misma hora en la plaza del terremoto?

Así fue que el patio recibió el nombre por el que se le conoce hasta la fecha. Once años ha de aquel incidente.

Es de noche y hace frío. Hoy, el patio vuelve a encontrarse abarrotado de gente. Todos se hallan con la vista anclada al suelo, en silencio, horrorizados. Sólo se oye el silbido de las balas. Mi primo pequeño se aferra a las piernas de mi tío, que tiene el terror dibujado en el rostro. De pronto, se da cuenta de que lo estoy mirando y, en un intento de tranquilizarme, me guiña un ojo y me susurra al oído:

—¡Quién pudiera volver atrás en el tiempo, a cuando todo cuanto temíamos se limitaba a movimientos sísmicos!

No es fácil cambiar cuando los lugares le están venga a recordar a uno quién se espera de él que sea. Con independencia de las atrocidades que se perpetren en su seno, sabemos que podemos regresar a ellos para lamernos las heridas.

De repente, el patio comenzó a despedir un olor a albahaca. Era como si su espíritu me estuviera sonriendo. Cerré los ojos para inhalar el aroma de los recuerdos y, para cuando volví a abrirlos, el albaricoquero había florecido y mi abuela se hallaba bruñendo los muros del patio.

 


El autor, Ghais Zriki:

«Me llamo Ghais y vengo de Siria, donde no siempre te puedes fiar del azul del cielo que se extiende sobre tu cabeza y que las palomas surcan con asiduidad, pues suele llevar a engaño. Actualmente, resido en Francia, donde me hallo haciendo un doctorado en Ingeniería Agrícola. Mi meta en la vida es devolver al mundo el amor que me han dado mi familia y mi país, del que guardo un grato recuerdo. Tengo muchas aspiraciones de futuro, porque, en lo que a mí respecta, sólo se vive una vez en la tierra, y yo rezo a Dios por que me deje quedarme aquí abajo durante el máximo tiempo posible, antes de enviarme al Paraíso.»