Nostalgia

El Qanater el Khayreyya, Egypt

La calma se cernía sobre el pueblo aquella mañana. Era el día de la fiesta de la primavera. Nuestra casa era la única con las luces encendidas. Yo había sido la primera en despertarme y, nada más salir de la cama, lo primero que había hecho había sido correr de una habitación a la siguiente a despertar a mis padres, a mi hermana y a mis hermanos.

-¡Ale, en pie, hora de irse!

Mientras esperaba a que mi familia acabara de vestirse y acicalarse, me dediqué a atiborrar la mochila de bocatas y a meter botellines de agua y latas de Pepsi en bolsas de plástico. En cuanto mi padre hubo acabado de bregar con sus intestinos, cerramos la puerta y nos fuimos.

Poco antes del mediodía, llegamos a una ciudad que bullía de gente. Nos apeamos delante de un puente larguísimo, cuyos pilares hendían el agua.

Miré a mi padre.

-¿Son estos los Puentes Benevolentes? -pregunté.

-Equilicuá.

Nos detuvimos a contemplar las aguas cristalinas y otros puentes, cuyos arcos parecían portales por los que atravesaba el agua.

Cruzamos el puente a través de los portones de estilo islámico. En el extremo opuesto, se desplegaron ante nuestros ojos unos jardines de gran envergadura compuestos de parcelas adosadas con rótulos que adjudicaban a cada una de ellas su propia designación.

Los jardines estaban atestados de gente. Había infinidad de familias tiradas a la bartola en el césped zampando pescado en salazón.

Las chicas jóvenes se contoneaban coquetas con una sonrisa impresa en sus semblantes.

Los niños correteaban por doquier, brincando y berreando desinhibidos.

Nos adentramos en los jardines, mis padres se sentaron a la sombra de un árbol y mis hermanos y yo nos pusimos a jugar en la parcela de enfrente.

Me dediqué a hacer la croqueta por una ladera, a inflar globos de aire y a soltarlos para que ascendieran al cielo. Compré una nube de algodón de azúcar y mi hermano mayor nos sacó una foto a mi hermana y a mí saboreando aquella delicia que nos enmelaba el corazón.

Chillé como una cría jugando con mi hermano pequeño y una pitusa de su edad a la pelota. Al final del día, me había quedado ronca de tanto gritar.

En unas largas escaleras excavadas en la tierra, mi hermano me sacó otra foto. También sacó una foto a unos árboles raros, en cuyas coloridas hojas incidía una luz que confería al entorno una luminosidad únicamente comparable a la que emanaban nuestros espíritus, que habían quedado deslumbrados por el colorido de aquellos huevos sobre los que se hallaban dibujados rostros sonrientes.

Mi madre había pintado los huevos con colores brillantes. Mi hermano, que estaba encandilado con lo bonitos que habían quedado, quiso echarle una foto a la artista. La sacó sonriente.

Uno de los transeúntes nos sacó una foto imitando las caras sonrientes de los huevos.

Actualmente, las caras de las fotos ya no son las de antaño. Al sonreír, se llenan de arrugas. Las caras han envejecido, los cuerpos están desmadejados.

Con mano temblorosa, devuelvo la foto al viejo álbum de fotos.

Cierro el álbum y, arrastrando los pies, me dirijo hacia la estantería. Meto el álbum en su interior y cierro las puertas de la vitrina con llave.

 

Escrito por Doaa Gamal.

Elige tu propia aventura

Tan sólo pretendía esbozar una sonrisa. Sin embargo, la mandíbula inferior se le desplomó

a) de lo fascinada que la dejó apercibirse de la simetría que guardaba el mundo.

b) cuando, al primer envite, le dio por vomitar arcoíris.