El incesante tiroteo es atronador. El calor abrasador calcina cuanto toca. El viento huracanado bate la arena. Este recodo de la Península del Sinaí, junto al puesto de vigilancia al sur de Sheikh Zuweid, se ha convertido en el escenario de una pesadilla. Los sacos de arena que revisten el pequeño edificio le confieren pergeño de fortaleza. En su acorazado corazón palpitan jadeos y lamentos ahogados. Si uno saca los prismáticos, puede ver a un soldado moribundo agarrándose la tripa aovillado en el suelo. Tiene el chaleco empapado en sangre. La sangre resbala por su mano y gotea sobre el polvoriento asfalto. Su compañero, que yace encogido a su lado, ya ha pasado a mejor vida. La mitad de sus sesos descansan en un charco de un inquietante color púrpura. El soldado malherido lanza una mirada aterrada y suplicante al joven comandante, que, a su vez, yace postrado frente a él, asiendo una ametralladora con ambas manos y tal garra que parece haber depositado sus esperanzas de supervivencia en lograr ordeñarle al acero algún tipo de invulnerabilidad. Otra ráfaga de metralla impacta contra el suelo, que estalla y escupe esquirlas de cemento en todas direcciones, como si estuviera granizando fuego del infierno. El soldado malherido expele un grito de dolor troquelado con pánico. El joven comandante lo amonesta con un hilo de voz:
-Contrólese, soldado, son sólo unas ratas que disparan desde lo alto de un promontorio. Gobierne sus pasiones, coja la ametralladora y apunte al blanco.
El soldado, preso del pavor y subyugado al dolor, implora entre lágrimas y estertores:
-Señor, discúlpeme, no puedo. Voy a palmarla como un mísero perro callejero.
El joven comandante repta con agilidad hacia donde está el soldado, logrando esquivar por el camino tres disparos destinados a herirle. Se arrima tanto al soldado que, al jadear, su aliento le abofetea la cara como una ola de calor. Le ciñe el chaleco al torso tirando de las cintas de los costados y, aserrando sus palabras con los dientes, lo arenga:
-Tú no vas a morir, Sayyid, no vas a morir. Tú eres un soldado, ¡un héroe!, y los héroes no la espichan sin más. Derramar sangre y soportar dolor es lo que forja al hombre. Ale, métete en ese agujero y dispara hacia el este, que ya me encargo yo de esos.
Sayyid lo mira. Apenas le quedan fuerzas. Luego, vuelve la vista hacia su herida sanguinolenta y asiente con la cabeza. Una lágrima le rueda por la mejilla y se evapora al entrar en contacto con el asfalto incandescente. En ese momento, su imaginación acude en su auxilio y le transporta a otro mundo, un mundo onírico. Se pone entonces a fantasear con cómo sería regresar del despliegue militar a su pueblo. Se iría a dar una vuelta con los colegas al atardecer a la orilla de los cultivos que se extienden hasta donde alcanza la vista. Se imagina el día de su boda. Su padre aplaudiría con tal entusiasmo que estaría a punto de volcar su silla de ruedas. Mientras tanto, él se hallaría con el corazón en un puño a la espera de que el amor de su vida se levantara el velo que le cubriría el rostro. Aún recordaba lo que le había dicho la vez aquella que rescató a su gato, que se había caído por un conducto de agua:
-Sayyid, eres un héroe.
El dolor vuelve. Las balas continúan silbando estentóreamente. El comandante, que se ha metido en el hoyo, le lanza una mirada reprobatoria y le hace señas para que coopere. Sayyid se enjuga las lágrimas, se mete la mano en el bolsillo, saca su descuajeringada cartera de cuero, se la mete en la boca y le hinca los dientes. Haciendo acopio de todas sus fuerzas remanentes, se pone en pie de un salto, alza la ametralladora y apunta al blanco.
Sobre un promontorio no muy lejos de allí, Ramadán se halla tumbado sobre su estómago. A su vera, dos de sus camaradas apilan explosivos junto a un bloque de cemento para hacerlo volar por los aires. Le cuesta respirar con el pañuelo que le cubre la cara. Todo es asfixiante: el calor, el terror, …
-Dale, Ramadán, no dejes que se escapen. Más, más, tú que eres un héroe, déjalos como un colador. Dales lo que se merecen a esos traidores. ¡Allahu Akbar!
Las palabras de sus compañeros ya no hacen mella en Ramadán. Han perdido su significado. Sabe que debe mentalizarse para afrontar lo que se avecina, pero, ¿acaso es eso posible? Hasta ese momento, jamás le habían asaltado las dudas. No obstante, ya no le quedan fuerzas para seguir apretando el gatillo. Sólo puede pensar en su hermano pequeño, que ha caído en uno de los enfrentamientos entre el ejército y el Estado Islámico. Ya no le importan ni el régimen ni el poder, lo que piense la gente o lo que le convenga. Sólo es capaz de ver ante sí el cuerpo inerte de su hermano. No está impaciente por conocer a las huríes que le esperan en el paraíso. No ve la necesidad de defender la senda sagrada a capa y espada. A sus ojos, la única razón por la que merecen morir y por la que piensa cargárselos a todos es por haberse llevado por delante a su hermano adolescente. De pronto, comienzan a oírse aullidos y ruegos provenientes del quiosco de piedra. Ramadán ha estado tan enfrascado en sus reflexiones que para cuando reacciona ya es demasiado tarde. La parca blande su guadaña. No parece predispuesta a auspiciar su causa y concederle una prórroga para satisfacer su sagrado deseo de venganza. Antes siquiera de que le dé tiempo a reconciliarse con su realidad, esta se abate sobre él.
Escrito por Gamal Alnashar.