El distrito de Shujaiya

Family running away in Gaza

“Buenos días, queridos telespectadores de esta gran nación.

Antes de comenzar el programa matutino de hoy, quisiera tejer el relato de lo ocurrido anoche, pues no sólo hemos de abonar la tierra con nuestros seres queridos, cuyos descuajeringados miembros han de encontrar eterno reposo en una fosa común, sino que también hemos de rezar una plegaria por sus almas, que, a diferencia del chasis, no encuentran sepultura y se quedan vagando a este lado de la orilla, imbuyendo en los vivos el deber de atenerse al pacto de sangre que se ha sellado con ellos. De camino a la oficina, la calle se extendía tan sumamente salpicada por restos mortales que me he visto en la obligación de ponerme de puntillas para evitar pisar un tramo sobre el que aún yaciera el cuerpo inerte de un niño. Con la cabeza gacha, trataba de avanzar espantando a manotazos la escenificación de la barbarie que se desplegaba ante mí. No quería acabar de constatar el truculento decorado. Sobre una pila de escombros, vislumbré los dedos de Mariam y, a un palmo de distancia, el peluche de Warad, tratando desesperadamente de incorporarse a pesar del plomo que le soldaba los pulmones para esnifar la lana de la que, hasta hacía un rato, habían estado compuestos sus intestinos. Un par de charcos colorados más adelante, me topé con las pulseras de Nahla, que solían tintinear al son de la brisa que, de noche, zahareña, alzaba el vuelo sobre la ciudad durmiente. Asimismo, mi vista incidió en los libros con los que Jalila atendía la escuela, sus lápices, sus cuadernos, … La clásica foto de familia desestructurada. Un par de números más adelante, la lámpara de aceite dorada que Rama había comprado para celebrar la llegada del ramadán. Al levantar el cachivache gualdo del suelo, el último aliento de la familia que había sido aplastada por los cascotes de la vivienda que se hallaba derruida a un lado de la calle empañó el oropel. De pronto, las fuerzas me flaquearon, perdí el control sobre mis extremidades y me caí de bruces al suelo. Me puse en pie a duras penas, eché a andar a trompicones y, como un híbrido entre peonza y veleta, continué mi periplo dando tumbos. Era incapaz de avanzar dos pasos sin tambalearme. Finalmente, llegué a la calle Nizar del distrito de Shujaiya. La gente corría despavorida. Todo el mundo se hallaba huyendo en estampida del barrio. El ejército patrullaba las calles. La Nakba me vino a la memoria. Por aquel entonces, las cámaras de los reporteros habían ido a la zaga de la comitiva. Esta vez, sin embargo, nadie parecía interesado en saber qué iba a ser de toda aquella gente, si acaso lograrían dar con un lugar en el que poder sentirse a salvo. A mi espalda, se alzó una voz grave, la voz de la experiencia:

-Volved a casa, pues no hallaréis en todo Gaza un lugar en el que poder resguardaros. Desde que se abrió la veda para bombardear indiscriminadamente lo que se pusiera por delante, ya fueran escuelas y hospitales como mezquitas, esto es territorio comanche. Aquellos que observáis los preceptos divinos, regresad a vuestros hogares. No desesperéis, sé que os va mucho en ello, pero ya os llegará el día en que tengáis ocasión de demostrar vuestra valía. Seréis debidamente recompensados por vuestro sacrificio: os mantearán como a héroes en un vergel en flor. Tenéis, pues, una cita concertada con el paraíso. Con el paraíso. El paraíso.

Sus últimas palabras reverberaron en una esquina de la calle. Reinó el silencio, únicamente sazonado por el chasquido que producían las sandalias de la gente al percutir contra el suelo. Los viandantes apretaron el paso. En media hora comenzaba el toque de queda.

Me senté sobre uno de los sillares de una casa hecha pedazos y me agarré la cabeza con ambas manos para que no me estallara. De pronto, me dio una sed monumental, el tipo de sed que uno siente cuando se reúne con la familia en torno a la mesa sobre la que se sirve la primera comida del día antes de que raye el alba y dé comienzo el ayuno durante el mes de ramadán. Las sombras que nuestros cuerpos proyectaban contra la pared bailaban cada una a su son. Sólo teníamos una vela para iluminar toda la casa. Rama nos entretenía representando una obra de sombras chinescas. Deformaba sus manos, se acercaba a la vela y profería con voz atiplada:

-Una mariposa, mirad cómo vuela. Fíjate, Jalila, va a posarse sobre tu cabeza.

Tenía tan buen humor que siempre conseguía divertirnos. Una vez, mi madre le preguntó:

-¿Tienes pensado ayunar mañana?

Rama repuso:

-¿No debemos ayunar si queremos ir al cielo?

Una bomba cayó sobre el edificio de al lado. La discusión se dio por zanjada.

-Ni pego ojo ni pruebo bocado desde hace días. Fuera, continúan cayendo las bombas. A estas alturas, he perdido la cuenta. Ya no sé qué explosiones he soñado y cuáles he oído de veras. Aquella mañana, me hallaba fuera de casa. Me había acercado al tenderete de la esquina para comprar un botellín de agua. Me lo trinqué de un sorbo. Después, una última detonación, la que lo haría volar todo por los aires.

Así habló Reem Iyad antes de sumirse en un profundo letargo. La hermosa joven había sido trasladada al hospital en ambulancia. Nadie sabía qué había sido de su familia. Ella sólo recordaba haberse refugiado en casa de los vecinos durante varios días, en la esperanza de que amainara la tormenta de fuego. Finalmente, el enemigo anunció retirada. Obviamente, se trataba de un ardid publicitario.”

 

Escrito por Meriem Belguidoum.

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Debemos enterrar nuestro pasado, pero no tenemos

a) donde, ni mental ni físicamente.

b) un futuro al que aspirar.