Pende, como el puente, del aire y su inconsecuente consistencia, que la mantiene enajenada, entre un pasado y un presente enfrentados. El arrullo del viento la mece y ella se acurruca en su regazo. Suspira y se aleja, por inercia, como un balón que se desinfla, lo justo para que él pueda alcanzarla nuevamente. Le agrada saber que, si se precipitara al vacío, él la dejaría caer. No sabría decir si llueve cuando ella llora, o si es únicamente cuando llueve que ella llora. Tal vez el cielo en su origen sólo quisiera ayudarla a disimular su tristeza, pero ahora ya no pueda dejar de estar triste para que cuando por fin logre verse que está triste pueda dejar de estarlo. La lluvia cae, armónica para ella, estridente para el resto de la gente de la calle, que aprieta el paso. Desafiando con su rostro lunar el temporal, permanece sentada, al tiempo que sigue el compás recitando la letanía de nombres que se le asignan al Altísimo. Al cabo de media hora, la tempestad amaina. Constantina sonríe. La tierra por fin puede volver a tragar saliva. Sukina, en cambio, es incapaz de recuperar la calma. La cabeza le da vueltas, se siente atrapada. Su hieratismo atrae la atención de la gente a su alrededor. Pensarán que no tiene adonde ir, que se trata de un lobo solitario, puede incluso que la presuman un perro verde, extraviado. Poco importa, no obstante, lo viscosas que se evidencien las miradas que le arrojen. Ella es impermeable al exterior. En unos instantes, se erguirá y se sacudirá el polvo de sus largos faldones negros, con los que la díscola brisa se emperra en coquetear, hasta revelar sus hermosas piernas alabastrinas, cuya relumbrante albura atrae la luz en la misma medida en que la repele.
De camino, Sukina siempre recogía tres piedras que, posteriormente, colocaba al borde del puente en fila y a un metro de distancia entre sí. Después, se alejaba unos pasos y se quedaba observándolas un rato. Sonreía y luego prorrumpía en llanto. Seguidamente, se acercaba a ellas nuevamente, cogía una de ellas, la besaba, y la arrojaba por el acantilado. Repetía dicho procedimiento con otra de las piedras y, a la postre, cogía la piedra restante y se marchaba con ella en la mano sin volver la vista atrás.
Saíd seguía viéndola ante sí, incluso cuando ya hacía rato que ella se había marchado. Estaba obsesionado con ella. Sentía una curiosidad galopante por averiguar la identidad de aquella joven y desvelar el misterio que envolvía su ritual con las piedras.
En mayo, algo hay que flota en el ambiente y desbarata el equilibrio del universo. Sukina, que era consciente de ello, debería de haber estado más alerta. El sol le besó los párpados y ella amaneció. Había dormido más de la cuenta. Se le había hecho tardísimo. Se apresuró a salir de la casa y, al poco, se hallaba enristrando el puente Sidi Masid. Como siempre, al llegar allí, colocó las tres piedras que había recolectado de camino al borde del puente. Prosiguió como de costumbre arrojando consecutivamente dos piedras por el acantilado. De pronto, alguien la sorprendió. Era Saíd, que se había acercado para presentarse. Del susto, dejó caer la piedra con la que tenía pensado regresar a casa. El pánico se apoderó de ella. Profirió un grito de horror que dejó a Saíd petrificado:
-¿Qué has hecho?
A Saíd, su reacción le pareció desproporcionada. Todo lo que él había visto era que una piedra normal y corriente se le había resbalado a una chica de la mano y se había, al cabo, caído de un puente. No obstante, de repente, se levantó un viento huracanado. Era como si, por ensalmo, aquel incidente hubiera desatado la furia de la naturaleza. Sukina comenzó entonces a balbucear, soltando un discurso deslavazado:
-La piedra cayó. La suerte está echada. El puente se extiende ante mí para conducirme a la otra orilla. Es el fin, así lo ha querido el destino. Un lugar, olvidado, enterrado en la memoria, bajo un puente, perdida, la vida, sin haber podido hacer nada por impedirlo.
Saíd no sabía que hacer, por lo que comenzó a ponerse nervioso. Trató de tranquilizarla diciendo:
-Mujer, no te lo tomes tan a pecho, seguro que tiene solución. Cuéntame qué es lo que ocurre para que pueda ayudarte. ¿Tiene lo que ha pasado con la piedra algo que ver con que el viento sople con tanta fuerza? Este tiempo me tiene desconcertado. Siento que me cuesta ordenar mis pensamientos. Dime, pues, ¿qué secretos guardas? Te lo suplico, no te hagas de rogar. ¡Necesito saberlo!
Sukina empezó a sentirse presionada y decidió revelarle a Saíd qué era lo que realmente había desencadenado aquella hecatombe. Deseaba poder dar carpetazo al asunto de una vez por todas.
-Hace unos años, solía salir con mi hermano y mi hermana a dar una vuelta por las tardes y generalmente acabábamos pasándonos por este puente. Mientras ellos se ponían a jugar con las piedras que encontraban en la acera, yo me sentaba a vigilarlos. Un día, un conductor borracho que conducía sin mirar aceleró al pasar por su lado y ellos, al intentar apartarse, no calcularon la distancia y se cayeron al acantilado. Corrí en su auxilio, pero ya era demasiado tarde. Al asomarme, me encontré sus cuerpos aplastados contra las rocas. Desde entonces, he vuelto todos los días al lugar donde ocurrió la tragedia para honrar su memoria con las piedras que coloco en fila al borde del puente. Las sitúo a una distancia de un metro cada una respecto de las otras porque entre ellos se llevaban un año de edad. La tercera piedra me representaba a mí y, ahora que también se ha caído por el precipicio, sé que ha llegado mi hora.
Nada más acabar de hablar, se lanzó al vacío. Apretada contra la palma de una mano, llevaba una cuarta piedra.
Escrito por Salwa Youssefy.