Ilusiones truncadas

Argana cafe, Marrakesh

No hay palabras para describir lo escalofriante que fue lo que ocurrió. Fue como si un meteorito colosal hubiera caído del cielo y se hubiera estrellado en el lugar más bello de todo Marrakech. La gente de la calle no tardó en arremolinarse en torno al lugar de los hechos y a especular acerca de lo sucedido, llevándose las manos a la cabeza:

-He sentido cómo la tierra temblaba bajo mis pies.

-Ni que hubiera explotado un almacén de bombonas de butano.

-¡Qué chungo! A saber que habrá pasado.

-Dios nos asista.

Yo acababa de salir de la mezquita Kutubía, a la que había ido a hojear los anales que documentan la historia de las ilustres dinastías de los almorávides y los almohades. Me hallaba cruzando la plaza de Yamaa el Fna cuando oí la explosión. Iba de camino a recoger a Murad, mi amigo de la infancia, al que había dejado en el café Argana dos horas antes haciendo manitas con Jaqueline. Tenían previsto casarse y después mudarse juntos a los Estados Unidos. Por lo menos, eso era lo que él había planeado. Lo deseaba de todo corazón. Su vida dependía de ello. Literal. Después de haberse pasado años tratando inútilmente de encontrar trabajo en Marruecos, había llegado incluso a cometer, no uno, sino varios intentos de suicidio.

A mis ojos, Murad tenía mucho mérito, porque, a pesar de todas las desgracias que le habían llovido desde que se licenció, no había dejado que su mala suerte le agriara el ánimo y le borrara la sonrisa del rostro. Aquella misma mañana, se me había sincerado:

-No es que yo no quiera apostar por mi relación con Hanan, es que, con la situación siendo la que es, lo nuestro está abocado al fracaso. Dudo mucho que se me pueda culpar por amoldarme a la realidad.

Hanan era su chica de toda la vida y yo era su único amigo de verdad.

Después, me había pedido que le acompañara a Marrakech. Yo había accedido a condición de que él se comprometiera a correr con los gastos.

Para empezar, tuvimos que hacer una selección escrupulosa de la ropa que queríamos llevar, pues a Marrakech no se podía ir vestido de cualquier manera. Había que ir con vaqueros y botas de color crema y confección francesa. En definitiva, uno debía hacerse pasar por occidental, sobre todo si se tenía una cita con una rubia despampanante, a quien honraba su predisposición a casarse con un marroquí treintañero con parvas perspectivas de futuro en aras de evitar que acabara tirándose por un barranco.

Antes de partir, se había pasado media hora de reloj delante del espejo engominándose el pelo. No quería que su aspecto delatara sus orígenes. Lo último que deseaba era parecer otro de los tropecientos provincianos paletos que emigraban a las grandes ciudades en busca de una oportunidad para ganarse o, a malas, afanarse su sustento para poder sobrevivir.

Finalmente, asimos nuestras maletas y emprendimos nuestro viaje rumbo a la Ciudad Roja. Nada más llegar a la estación de tren de Marrakech, llamamos a un taxi.

-Al café Argana, por favor.

Llegamos a las puertas del café a las nueve de la mañana. Enseguida entendí porque gozaba de tanto nombre entre los turistas. El lugar era tranquilo y destilaba encanto. Encontramos a Jaqueline sentada en una mesa un tanto apartada. Lo había estado esperando. Yo no me quedé más que para saludar. Después, me marché para no andar estorbando.

Murad y Jaqueline no tuvieron más que dos horas para imaginarse su vida juntos. Al cabo, el café voló por los aires. El atentado terrorista se cobró la vida de turistas y marroquíes en igual medida.

La historia apareció en la primera plana de todos los periódicos, tanto locales como nacionales, con independencia de las tendencias políticas y los sesgos ideológicos a los que se adscribiera cada uno. Tenía dos protagonistas. Uno era Murad, un joven que había puesto todas sus esperanzas en llegar a casarse con una mujer rubia para poder emigrar a los Estados Unidos. El otro era Adil Othmani, un joven que había viajado desde la ciudad de Safí con una mochila llena de explosivos y una guitarra a cuestas y cuyo deseo había sido el de convertir el café Argana en una nube de polvo en la que poder desaparecer de este mundo como por arte de birlibirloque para cruzar el portal que da acceso al paraíso.

Othmani se había llevado una guitarra para hacerse pasar por un soñador, cuando, en el fondo, lo único que le interesaba era impedir que los sueños de la gente a su alrededor se hicieran realidad. Había dejado la mochila apoyada contra la silla donde había tomado asiento en el café, se había echado su guitarra al hombro y había salido de la cafetería. Tan campante. Acto seguido, había pulsado el detonador que había instalado en su teléfono móvil. Pudiendo haber elegido tañer las cuerdas de su guitarra, optó por arpar la cadencia que produce el mundo al rotar. Tanta prisa había tenido por ascender al cielo que arrambló con la esperanza que pudiera haber albergado nadie de sacarle el máximo partido posible a su estancia en la tierra.

Han pasado ya cuatro años desde la tragedia y la gente sigue vistiendo de luto. Ya nadie osa pasarse por el café Argana, no vaya a ser que, al asomarse uno al cráter que ha dejado el intento fallido del hombre de acoplar la realidad con la imagen estática que se había fabricado de la misma para poder observarla detenidamente, el abismo resultante le muestre la aberración que el ser humano comete al pensar que puede conculcar la realidad soñándola diferente.

 

Written by Abdel Rajaa Ilhidili.

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