La historia de mi ciudad comenzó a escribirse con el primer golpe de piqueta que se dio para cavar el canal de Suez. No tardaron en arribar a sus costas tanto egipcios como extranjeros, en la esperanza de labrarse un futuro en sus tierras. Muchos se acabaron quedando hasta expirar su último aliento de vida.
Si uno callejea por el extremo occidental de la ciudad, enseguida se topa, en la zona de acceso a la Playa Bonita, con la cancela de entrada al cementerio de la ciudad antigua de Puerto Saíd. El cementerio se divide en distintas secciones: la de los difuntos de la Mancomunidad de Naciones, la de los católicos, la de los ortodoxos y, por último, las cinco pertenecientes a los musulmanes. Además, el recinto ha sido ampliado recientemente para incluir cinco secciones adicionales en el arrabal de Abu Auf.
Nada más adentrarme en la sección del cementerio reservada a los extranjeros, tropecé con una lápida cuya emotiva inscripción rezaba:
“Querido hijo mío / descansa en paz / en esta tierra extraña / tan distante / de aquellos tus seres queridos / que lloran tu pérdida”
El sargento J.R. Marchello había caído en la Segunda Guerra Mundial. El epitafio era obra de su padre.
Un poco más adelante, dejé de tenerle miedo a la muerte y a la soledad en que redunda. La majestuosidad que destila el ocaso de la vida de todo ser humano me había secuestrado los sentidos. El cementerio constituía un remanso de paz y tranquilidad en medio del frenesí que engendraba la vida que bullía allende sus dominios. El césped presentaba un aspecto cuidado y las lápidas estaban perfectamente alineadas, confiriendo al conjunto un cariz de armonía y equilibrio. Las lápidas se hallaban adornadas con guirnaldas de rosas, cuyo exquisito aroma propalaba el mensaje de amor que los vivos enviaban a los soldados caídos en las guerras mundiales.
A través de una pequeña verja de hierro se accedía a otra sección del cementerio. Me dirigí hacia la garita del vigilante y, a medio camino, mis ojos incidieron en una tumba que parecía no haber recibido visitas desde hacía mucho tiempo. Su estado decadente recordaba a los vanitas barrocos que aspiraban a representar la fugacidad del tiempo presente. Los extranjeros o bien se hallaban sepultados bajo tierra, o bien habían levado anclas sin ánimo de retornar tiempo atrás. El vigilante del cementerio era musulmán, pero sus facciones se asemejaban a las de los europeos: su tez blanca, sus ojos claros, … Se hallaba sentado en soledad, únicamente acompañado por su perro, que no paraba de ladrar a nuestro alrededor.
El número de extranjeros que residen en la ciudad ha ido menguando año tras año desde hace ya media eternidad. El último que enterró el vigilante fue Monsieur Francois, que falleció hace aproximadamente un mes. Era el último maltés que quedaba en la ciudad. Jamás quiso marcharse.
El vigilante se encuentra solo, únicamente acompañado por su perro y los finados, desde hace ya varios años, pues ya nadie visita el cementerio ni se acuerda, aparentemente, de los que descansan en su seno.
Tu mirada recae en una fotografía que ha quedado ajada con el tiempo. Muestra la imagen de una niña sonriente que feneció hará alrededor de un siglo. Su sonrisa intemporal hace que el tiempo que transcurre se nos siga evidenciando hermoso.
Escrito por Usama Kamal Abu Zeid.