Desde la ventanilla del avión, se vislumbraba mi ciudad natal, Sanaa, tenuemente iluminada, pese a ser de noche. Unos minutos más tarde, iniciamos el descenso. Nada más aterrizar, nos subimos a un taxi y le pedimos al conductor que nos llevara al hotel Dawood, situado en el centro histórico de la ciudad, que era donde habíamos reservado alojamiento mi amigo alemán y yo. Al llegar, vi que tenía el letrero escrito en tres idiomas distintos, lo cual me gustó, porque me pareció señal de que el negocio se hallaba volcado en atraer turismo internacional. Entramos y pedimos que nos asignaran habitaciones contiguas.
Era tarde y estábamos tan hechos polvo del viaje, que caímos rendidos en cuanto entramos en nuestras respectivas habitaciones. A la mañana siguiente, nos levantamos temprano para salir a descubrir la ciudad. Mi amigo me estuvo contando lo que había leído acerca de la ciudad mientras nos la pateábamos. En cuanto comenzó a sonar a mediodía la llamada a la oración de los altavoces instalados en lo alto de los minaretes, todos los establecimientos bajaron las persianas y la gente salió a la calle y enristró las mezquitas. Nosotros, no obstante, continuamos callejeando.
En un momento dado, mi amigo señaló uno de los contenedores rectangulares que menudeaban adheridos a los muros de los edificios y me preguntó si sabía la función que cumplían. Yo le contesté que formaban parte de un sistema de recolección y canalización de agua pluvial.
—¡Esta ciudad es toda una caja de sorpresas! —repuso él, con su marcado acento alemán.
Seguidamente, decidimos volver al hotel a descansar. No era nada fácil orientarse en la antigua ciudad amurallada, debido a lo intrincado que se evidenciaba el entramado de sus callejuelas, por lo que no nos quedó más remedio que armarnos de paciencia y usar nuestra intuición para dar con la ruta más corta. Al torcer por una callejuela que se abría a nuestra derecha, nos topamos de pronto con un pozo, que hizo que un escalofrío me recorriera la espalda. Alrededor del pozo, se hallaban unos hombres intentando extraer agua. Al verlos bregar con la cuerda, les ofrecimos nuestra ayuda. Fue, sin embargo, al ponernos a tirar de ella que nos percatamos de lo mucho que pesaba el cubo que se hallaba atado al otro extremo de la misma. Cuando finalmente logramos que alcanzara la superficie, comprendimos por qué había costado tanto elevarlo. Sentada encima del cubo, se hallaba, pues, una hermosa joven. Me quedé mirándola y, de pronto, el corazón me dio un vuelco. No se trataba pues, de una joven cualquiera, sino de un fantasma de mi pasado.
—¡Muhammad! —gritó ella.
—¿Hafsa? —pregunté yo, aún receloso de hallarme efectivamente ante ella.
—¿La conoces? —me preguntó mi amigo.
—¡No puede ser! —exclamé, con un nudo en la garganta. —Te vi morir. Tú eres la razón por la que emigré a Alemania.
Seguidamente, me volví hacia mi amigo y comencé a contarle:
—Solíamos jugar juntos de niños. Un día, no obstante, su hermano me pilló persiguiéndola y se figuró que la había desflorado, por lo que la arrojó a ella al interior de este pozo, para restituir el honor de su familia. Yo vi su cuerpo sin vida cuando lo sacaron del pozo unas horas más tarde. A mí se me acusó de haber mancillado su nombre y haberle, por tanto, acarreado la muerte. Si conseguí escaparme fue por los pelos. Sin embargo, de esto hace ya más de quince años. Creía que había logrado dejar atrás mi pasado.
—No te preocupes, Muhammad, —murmuró ella. —Si he reaparecido hoy es para hacerte ver que no estoy muerta.
A continuación, se puso de rodillas y me suplicó:
—Te lo ruego, no le cuentes a nadie que me has visto. Si la gente se entera de que sigo viva, me harán escarnio público. Llévame contigo. Si me dejas aquí sola, moriré de pena. Después de haberte esperado todos estos años, merezco que me rescates.
Se me echó a los brazos y comenzó a sollozar desconsoladamente. Yo no sabía donde meterme. Por un instante, deseé que desapareciera con la misma espontaneidad con la que había vuelto a irrumpir en mi vida. ¡Su verborrea parecía no conocer límites! De pronto, no obstante, comenzó a encogerse hasta quedar reducida al tamaño de un conejo, momento en el que se desvaneció por completo, como por ensalmo. Miré a mi amigo y vi que tenía los ojos a punto de salírsele de las órbitas. Yo me hallaba anegado en llanto. Sin darnos cuenta, se había hecho de noche. Reinaba el silencio.
Me desperté empapado, en sudor y en el agua que había derramado al pegar un manotazo al vaso que había dejado en la mesilla de noche antes de acostarme y volcarlo. La pesadilla me había dejado sumamente alterado. Me levanté y me asomé por la ventana a la ciudad que se extendía ante mí. La lluvia golpeaba contra los cristales. Un día más en Fráncfort del Meno, me dije para mi sayo.
Escrito por Bakr Alwan.