Las aguas refulgen cristalinas. En el Sur de Irak, más concretamente, en las Marismas de Hawizeh, juncos y nenúfares taracean la superficie del agua sobre la que flotan guirnaldas de rosas, allí donde el cóctel de verdes se reclina contra los espigados muros que elevan cañas y demás vegetación acuática. Sobre las gigantescas lagunas se asientan viviendas a las que las cañas con las que han sido edificadas confieren una tonalidad áurea. Aquí es donde habitan los descendientes de los sumerios, de los que se cuenta que cruzaron las mágicas puertas esmeralda ¡por las que el fragor y el clamor de este mundo desaparecen y pasan a ser cosa del pasado! Conforman este jardín del Edén 11500 quilómetros de terreno que las lluvias inundan durante gran parte del año y veinte quilómetros cuadrados que el agua cubre ¡de forma permanente! El paraje recibe el nombre de las Ciudades del Agua y aquí es donde mora nuestra heroína, del linaje de los al-Sawae’id, conocidos por su talante conservador. La llaman “la Beduina” por el modo en que se perfila los ojos con kohl y se tiñe con henna la melena cobriza, que peina y trenza a un hermoso acabado con bucles. Además, gusta de engalanarse con la alegre indumentaria de la gente de las marismas, que le otorga un aire de personaje histórico, mientras se entrega a su labor diaria, hacendosa de sol a sol. Comienza su jornada remando con la góndola hasta la parte más profunda de las marismas, donde arranca juncos y papiros. Y justamente aquí, en este reino hechizado del que siempre se han narrado todo tipo de leyendas y mitos, es donde se enamoraron platónicamente la Beduina y Qasim, un joven de las lejanas marismas meridionales que lucía los rasgos distintivos de los sumerios en un semblante de piel tostada, ¡como la de los moradores de los desiertos! Según vadeaba las mareas de las marismas, el zagal se quedaba alelado y, esclavizado por un corazón atormentado, erraba por un mundo onírico ¡con una pasión que lo consumía! Todo aquello por cuanto suspiraba se resumía a poder echarle a ella una mirada furtiva que aplacara la sed que ni todo el caudal de agua contenida en las marismas lograba saciar. Desde por la mañana temprano hasta bien entrada la tarde, se dedicaba a recitar poemas y a entonar baladas de amor que las ondas que dibujaban las aguas de las marismas le ayudaban a difundir. Hasta las ocas con sus graznidos y los verderones con su piar aparcaban sus diferencias para llevarse las patas a la cabeza por la consistencia tan pastelosa que había acabado adquiriendo la laguna. Entretanto, en el corazón de la Beduina se instaló una pasión silenciosa, un amor puro y retraído que crecía con cada uno de los pensamientos que le dedicaba su amado, que continuaba preso de sí mismo, lidiando, en trance, con su verriondo espíritu. No tardaron en presentarse los síntomas de su enfermiza obsesión pues, cuando no era el de su corazón, era el pálpito del ojo el que se le desmandaba. Un día, no obstante, un pellizco de lo que encierra lo arcano enturbió la claridad del reino esmeralda. De pronto, el galán desapareció de la faz de la tierra sin dejar tras de sí más que el hueco a rellenar por la imaginación. Se había evaporado sin dejar rastro, sin proferir siquiera una palabra de despedida, abortando el plan de todo lo que podría haberlos unido, apuñalándola sin cuchillo. La Beduina quedó desvalida, presa del dolor y la amargura. Mientras, el barro continuó espesándose, lo que contribuyó a que el conflicto intertribal que se había mantenido latente durante generaciones entre la tribu de la Beduina y la del León estallara y la sangre acabara llegando al río. Con la intervención de los ancianos, los contendientes depusieron las armas y, para pagar por la sangre derramada y restaurar la paz con arreglo al modo consuetudinario de proceder en este tipo de casos, los jeques coincidieron en la necesidad de entregar a la Beduina en mano a uno de los hombres de la tribu más ultrajada. A la Beduina se le atragantó el corazón. Anticipando las penurias que le prometía su suerte, decidió permanecer digiriendo su desgracia y lamiéndose sus heridas hasta que su presente y su aciago destino acabaran soldándose. El tiempo, irreverente, pasó volando y, finalmente, llegó el día en que la Beduina hubo de rendirse a su sino y desposarse con lo que bien podría haber sido una garrapata, enristrar el altar en el que se la sentenciaba a una muerte en vida. Se preguntaba por la naturaleza de ese delito que se le achaca a los corazones que penan por amar, que merece ser castigado con la muerte antes siquiera de que haya podido llegar a perpetrarse, y cuyas raíces, no obstante, se hunden en las profundidades de las marismas. Las atormentadas novias desfilaron, pues, entre un grupo de mujeres, remolcando sus pasos, asustadas de la árida y huera vida que las esperaba. De este modo, entraron en el aposento del extraño que acababa de convertirse en su marido. Su corazón latía a tal velocidad que a punto estuvo de salírsele del pecho y arrojarse por el acantilado. Con las ilusiones hechas trizas, ya que importaba. Se encomendó a Dios y le vendió su alma. Total, tenía pensado entregarle a su marido un cuerpo desalmado. Por otro lado, el esposo también parecía reticente a comulgar con aquella unión y reacio a cohabitar con su esposa. Después de superar el primer obstáculo, la penetró, despojándola del velo que la había mantenido a una distancia preventiva. Él no supo ver que, bajo su peso, un corazón acongojado y un alma sollozante colapsaron. Ella se hallaba afanada combatiendo un veneno letal que trataba de abrirse paso en su estómago. No obstante, al levantar el velo, Qasim y la Beduina se reencontraron, ambos situados frente a frente.
Escrito por Amal al-Ali.