Son tantos y tan intrépidos los hijos de Alejandría que a la ciudad le faltan ojos y brazos para mantenerlos a todos a salvo. Estamos al albur de lo que decida hacer con nosotros y a lo mejor nos propondríamos tomar las riendas de nuestro devenir si no fuera porque enseguida nos duelen los pies y no hay como una madre que le lleve a uno a cuchus y le sepa meter en vereda.
La empresa para la que trabajo invita todos los veranos a sus empleados y a sus familias a un viaje de una semana con todos los gastos cubiertos. El destino se elige por mayoría y la empresa se encarga de organizar el transporte y reservar el alojamiento a todo el que se quiera apuntar. Un año tocó Alejandría. En mala hora, nos pareció aquella idea poco menos que apoteósica.
Nos subimos a los buses con ilusión y ganas de descubrir la ciudad cuya historia se halla jalonada por hitos para la humanidad. Estábamos todos como una moto, de los críos ni qué hablar. De haber sabido lo que nos deparaba el destino, se nos habría borrado la sonrisa del rostro.
Nada más llegar, dejamos los bártulos en el hotel y bajamos a la playa a jugar al fútbol y a las palas. El mar se extendía infinito ante nosotros, lo cual nos infundía paz, todavía.
Las mujeres quedaron a la madrugada del día siguiente para pegarse un paseo relajante por la playa con la salida del sol. Querían poder disfrutar del mar a solas. Nosotros nos unimos a ellas a media mañana con los niños. Mientras los más pequeños chapoteaban en el agua intentando mantenerse a flote y los mayores se retaban a ver quién se atrevía a coger las olas más bravas, ellas se pusieron a preparar los bocadillos que nos íbamos a merendar al rato. Cuando la comida estuvo lista, llamamos a los niños para que salieran del agua y acudieran a donde habíamos desplegado el picnic a ponerse finos. No nos costó convencerles, el ejercicio les había abierto el apetito.
De pronto, nos dimos cuenta de que nos faltaba un niño: Farid, el hijo de nuestro compañero Mansour. La madre se puso a buscarlo como una loca de inmediato, pero el niño no aparecía por ningún lado. Interrogó a los otros niños en la esperanza de obtener información acerca de su último paradero conocido, pero ninguno parecía poder ayudarla a avanzar en sus pesquisas. Cada cual había estado a su rollo y nadie había estado pendiente de Farid.
Los guarda costas montaron un equipo de rescate y se organizó una partida de búsqueda para dar con el chaval desaparecido, pero la cosa empezó a pintar muy negra cuando después de varias horas seguía sin haber rastro de él. Las madres habían aprendido la lección y no soltaban a sus retoños ni a tiros.
Comenzó a oscurecer y uno de los guarda costas aconsejó a la madre de Farid que se fuera a acostar y continuara buscando a la mañana siguiente. Para entonces, la marea habría arrastrado el cuerpo de la criatura de vuelta a la orilla si el niño se había ahogado, que era lo probable.
La hora de la verdad se cernió sobre nosotros con el rayar del alba. Con ánimo alicaído, la gente se juntó nuevamente en la playa, que estaba desierta salvo por la madre de Farid, que se hallaba sentada en la arena implorándole al mar a voz en grito y a lágrima viva que le devolviera a su hijo. Su lamento reverberaba en el oleaje.
Un par de horas más tarde, el mar oyó sus súplicas y el cuerpo de Farid emergió de las aguas.
Desde aquel trágico incidente, no había vuelto a poner pie en Alejandría, hasta que un día mi jefe me llamó a su despacho y me ofreció una promoción. Quería ascenderme a jefe de departamento de la sucursal de Alejandría. Por consiguiente, si quería el puesto, debía desplazarme a la ciudad que, en lo que a mí respectaba, estaba maldita. Aún espero que algún día me resarza por el mal sabor de boca que me dejó cuando nos topamos por primera vez.
Escrito por Mohammed Abbas Dawud.