El jefe está soltando una atronadora invectiva contra la indolencia nacional por la tele, que está a mil bombas para ahogar el ruido, comparativamente llevadero, de las bocinas de los coches que se oyen procedentes del exterior. A través de la pantalla, lanza una pregunta al aire:
“¿Quiénes sois?”
De pronto, todo el mundo en el abarrotado café se gira y empieza a escudriñar su entorno, como si fuera su deber desenmascarar a quienes están siendo apostrofados por el jefe. Tengo que salir de allí cuanto antes. Entre la tensión que genera la diatriba del jefe y la falta de aire acondicionado, que, desde que subieron el precio de la electricidad, ya ningún garito se puede permitir mantener encendido, el ambiente se nota cargado y los ánimos caldeados. No quiero quedarme a ver cómo la cosa explota.
El dueño del quiosco de la esquina me sugiere que me meta por el callejón oscuro que sale a mano derecha para llegar al apartamento de Rafiq pasando desapercibido. Me advierte, a su vez, al tiempo que me entrega los papeles de liar que le he pedido, que no le ha visto pisar la calle en varios días.
—Suerte, —me dice, al despedirse, como si los aludidos por el jefe se hallaran al acecho y pudieran tenderme una emboscada en cualquier momento.
Sigo la ruta que me ha indicado y, al llegar a la calle que corre paralela a la boca del metro, cerca de donde está el mausoleo que erigieron hace unos años para enterrar a uno de esos gerifaltes que hacen de la nuestra una nación satisfecha de sí misma, me encuentro una manifestación, que, en el fondo, son más bien varias enfrentadas y amalgamadas. Digamos que cuesta adscribir al conglomerado furibundo una estructura reconocible. Se ve que la estrategia del jefe para unificar a la población y robustecer el sentimiento de orgullo nacional deja un tanto qué desear. Desde luego, ni yo ni el resto de los que nos juntamos en casa de Rafiq estamos por la labor de hacer nada por contribuir a la sociedad, de eso no me cabe duda.
Rafiq siempre goza de compañía, porque, desde que estalló la crisis económica y se vio sin posibilidades de encontrar trabajo, se ha dedicado a vender caballo, lo que le ha vuelto muy popular en el barrio. Yo suelo llamar a su puerta cuando no puedo dormir, que ocurre con cierta frecuencia.
Abre, se le ve perjudicado, le cuesta mantener el equilibrio. Me invita a entrar y, tras darle una larga calada a un peta, comienza a despotricar contra el mundo y los allí presentes. La palidez de su rostro deja aventurar que aún sigue enganchado a la heroína.
También aquí está sonando el discurso del jefe por la tele. La apago, porque no soporto su voz y nadie parece hallarse prestándole atención igualmente. Rafiq se toma un par de pastillas y se pone a liar otro peta.
—Fumemos para poder hacer frente a lo que amenaza con destruir nuestra gran nación. ¡Que rule!
Y nosotros le obedecemos. Nos sentamos frente a la ventana y nos ponemos a ver pasar los trenes que cruzan por delante del edificio. Alguien ha puesto la canción Wish you were here de Pink Floyd en el tocata.
Rafiq no es el único que sueña con escapar de la descorazonadora realidad que se manifiesta ante nosotros, en la que menudean los tiroteos y hacerse con una jeringa es infinitamente menos costoso que intentar salir adelante. El fornido cuerpo de policía se halla que no da abasto con limpiar la ciudad de casquetes de bala y yonquis como él, jóvenes sin perspectivas a los que no les queda salvo la manta en la que se arrebujan de noche para no morir de frío sobre el pavimento mientras duermen.
Paso al baño y, a la salida, una joven en cueros se me acerca para pedirme un mechero con el que encenderse un porro. Extiendo la vista y veo que a Rafiq le están comiendo el rabo. Alguien ha vuelto a encender la televisión. Se oye al jefe arengando a los jóvenes a que apuesten por su futuro y se aparten de las malas influencias, que, aparentemente, pululan por doquier, por lo que él les recomienda encarecidamente que sólo le prestaran oídos a él, para que vayan sobre seguro.
“Preguntaos,” impreca, “¿quiénes sois?”
Todo el mundo prorrumpe en carcajadas, que, a mí, no obstante, me dejan un regusto amargo.
Rafiq aprovecha entonces para quitarse la poca ropa que le queda puesta y lanzarla por la ventana, apuntando al tren que se halla circulando por delante de la misma en ese instante, al tiempo que proclama:
—No se preocupe, señor presidente, que nosotros nos aseguramos de ser los únicos que joden este hermoso país.
Seguidamente, se tira sobre el sofá y deja a la chica que le estaba acariciando el trabuco reanudar su tarea. La chica que se halla a mi lado tritura unas pastillas, separa y alinea el polvo resultante con su tarjeta de identidad, esnifa un par de rayas por un billete de 200 libras enrollado y, a continuación, me hace un gesto en señal de ofrecimiento. Nos liamos. Tiene unos melones como Dios manda.
Rafiq continúa exhortándonos a la acción. Yo no comparto su exaltación por la revolución y se lo hago saber. Le comento que, en mi opinión, sale más a cuenta acabar unos estudios universitarios y conseguir un trabajo, aunque no sea para tirar cohetes, que dedicarse a entrar en liza con todo el mundo.
—¡No permitiré que nuestro país se vaya a la mierda!
La chica que tiene apoyada sobre su regazo esboza una sonrisa burlona. Él le pasa el canuto que está fumando, se pone unos pantalones, se afianza una pistola a la cintura y sale por la puerta.
“¿Quiénes sois?” se le oye repetir al jefe.
Esta vez, no obstante, nadie se atreve a proferir nada que se pueda interpretar como una respuesta.
Escrito por Karim Kilani.