Salvo por las huellas que habían dejado plasmadas en la arena las ruedas del bus que le había traído hasta allí, hasta donde alcanzaba la vista, no había nada que dejara aventurar el progreso que la humanidad había acometido en los últimos siglos. Frente a él, se extendía una hilera de cabañas de madera con techos de hoja de palmera que daban directamente al mar. Al acercarse a una de ellas, pudo comprobar que los troncos se hallaban en un estado de putrefacción tal que hacía sorprendente que la estructura no se hubiera venido abajo hacía tiempo. Llamó a la puerta, esperó y, como no obtenía respuesta y la intriga por averiguar la función que cumplían aquellos habitáculos tan cochambrosos lo estaba matando, decidió colarse en el interior por una ventana que encontró entornada, a saber, poco más o menos que extendiéndole una invitación a que perpetrara allanamiento de morada. Dentro, le alivió descubrir que su infracción iba a pasar desapercibida, pues el espacio se hallaba hecho un asco y el mobiliario, patas arriba. En medio de un cementerio de botellas de güisqui vacías, había un anciano despatarrado sobre una silla y durmiendo la mona. Le brillaba la piel y tenía la cara hinchada y colorada. Primero pensó en despertarle, pero, tras recapacitar, se percató de que aquella ocurrencia le iba a reportar más bien poco beneficio, por lo que, al final, optó, en vez, por birlar la única botella de güisqui a la que aún le quedaba el culo, del que esperaba poder dar buena cuenta. Seguidamente, salió de la vivienda del mismo modo sigiloso en que había entrado. Se alejó un par de pasos de la cabaña, pegó un trago a la pócima amarga que había choriceado y respiró hondo, mientras dejaba que su mirada se perdiera a lo lejos.
Se descalzó y se acercó a la orilla. La arena mojada se sentía balsámica contra la suela de sus pies cansados. El olor a mar que perfumaba el aire llevaba una nota de almizcle. De pronto, se sintió poderosamente atraído por la formación rocosa que interrumpía el curso de la playa. Avanzó hacia ella, la atravesó por el agujero que se localizaba en su seno, y, al otro lado, dio con una tienda de campaña que se hallaba constituida por dos capas de tela, una interior de seda, y una exterior de chifón blanco, que ondeaba mecida por el viento. Desde fuera, se adivinaban las siluetas de unos cuerpos sentados. Levantó la tela que cubría la entrada y, en el interior de la tienda, halló a una anciana charlando con unas jóvenes, a una de las cuales le estaba vertiendo sobre el dorso de una mano un elaborado tatuaje de henna. La túnica que llevaba la anciana presentaba unos colores cuya luminosidad se veía realzada por el contraste que generaba que se hallaran sobre el color tostado de su piel. Además, su acento nubio, en combinación con la pintura negra que le enmarcaba los ojos, no hacía sino acentuar el aura de misterio que la rodeaba.
La anciana le lanzó una mirada de pocos amigos, a la que él respondió con una sonrisa, a modo de disculpa. Con un movimiento de cabeza, la anciana indicó a las jóvenes que se fueran a dar una vuelta. Nada más hallarse a solas con él, la anciana le pidió que se acercara llamándolo por su nombre. Aquello lo dejó clavado in situ. Trató de dar media vuelta y salir de la tienda, pero algo superior a él se lo impidió. Ella lo urgió a que tomara asiento y le enseñara la palma de la mano, y él la obedeció sin rechistar. Le asustaba el poder que ejercía sobre él. De repente, algo le demudó el semblante. Parecía haber visto un fantasma. Lo que le dijo a continuación se le quedaría grabado a fuego en la mente. Incluso ahora, tantos años más tarde, se le aceleraba el pulso cada vez que lo recordaba.
Sus palabras fueron: “Regresa a tu tiempo.”
La autora:
Rania Mansi nació en Alejandría en 1986. Es una autora de relatos egipcia, cuyas obras literarias han sido publicadas en diversas revistas y páginas web culturales. Uno de sus cuentos fue incluido en una antología de relatos que también presentaba los relatos de varios autores de reconocido prestigio.