—Cuéntame, ¿cómo es tu ciudad, la gente, la chicas, en definitiva, la competencia?
Yo quería contestarle, pero no me salían las palabras. En vez, me llevé su mano a los labios y le planté un beso en el dorso. Estábamos sentados en un banco de madera, rodeados de velas y frente al Tesoro de Petra. Me quedé mirándola, estaba preciosa.
—Ya veo que eres un lanzado de esos que no gastan saliva más que en lo estrictamente necesario. Espero que eso incluya por lo menos una alusión a la luna y las estrellas.
Sonrió y se atusó la melena. Me había dado cuenta de que llevaba toda la tarde intentando evitar que me percatara de que llevaba un audífono, pero yo no me atrevía a decirle que no se preocupara, que no me parecía que le quedara mal, porque no quería avergonzarla.
—Toma, —me dijo tendiéndome un lápiz de ojos negro que se había puesto a buscar en el interior de su bolso de cuero momentos antes —ya que no eres muy dicharachero y parece que le has pillado afición a mi mano, escríbeme algo sobre su superficie.
Me puse a meditar sobre lo que tenía sentido pintarle y la noche se abatió sobre nosotros. Para cuando por fin osé apoyar la punta del lápiz sobre su piel, ya no se veía tres en un burro, así que recé por que lo que le estaba a punto de dibujar no fuera a pasarme factura por la mañana. Algo le dije, por hacer el chiste, pero enseguida advertí que el tiempo y la dedicación que tenía que invertir en declararle mis intenciones de forma que ella se empapara las hacía parecer o mucho más puras o mucho más aviesas de cómo yo esperaba que quedaran retratadas, lo que enseguida me llevó a desistir de mi propósito inicial. Indudablemente, que fuera sorda tenía sus pegas, pero también poseía una ventaja fundamental. Mi sonrisa nunca había destacado por ser de las que desarman y el fumeteo constante había contribuido lo suyo a chafarrinármela. No obstante, la atención que le regalaba a mis labios cuando se ponía a leérmelos me hacía sentir fascinante, como si el mundo girara en torno a sus modulaciones. Eso me alentaba a escoger mis palabras con celo y mimo, así como a poner especial ahínco en transmitirlas de forma que llegaran a ocupar en el exterior el espacio que les correspondía acorde al valor que yo les había asignado en mi interior.
El Tesoro de Petra se veía imponente a la luz de la luna. Ella sugirió que jugáramos a imaginarnos que se trataba de nuestro palacio. Por una escalinata lateral accedimos al piso superior y dimos con una habitación amplia y diáfana. Con el mismo espíritu explorador que nos había empujado a salir de expedición, comenzamos a desnudarnos. Lo que hubiera dado por que se detuviera el tiempo.
Al cabo de un rato, ella me paró y me pidió que le besara los pies. Al principio, me extrañó un tanto su petición, pero entonces me acordé de que aquella no era una práctica tan estrambótica como pudiera parecerlo en un primer momento, pues hasta de Ghassan Kanafani se sabía que tenía costumbre de besarle los pies a Ghadah Al-Samman, así que, con lentitud ceremoniosa, le quité el calzado y, uno tras otro, le fui chupando los dedos de los pies. Ella cerró los ojos y se entregó a su placer. Parecía una estatua romana, allí tumbada, con esas piernas níveas de piel suave, a las que coronaban unas caderas voluptuosas que culminaban en una cintura de avispa. La belleza que me circundaba me hizo entrar en trance, como si me hallara consumando un acto ritual sufí.
De pronto, su voz me sacó de mis ensoñaciones. Al tiempo que me extendía la mano, me arrojó un lápiz de labios rojo y dijo.
—Entonces, ¿cuáles son tus planes para esta noche?
—Si yo te contara, —contesté, esbozando una sonrisa.
Escrito por Hasan Falih.