Un radiante día primaveral, de bonico como los que sólo se dan en Jordania, nos contagiamos de la alegría de vivir que flotaba en el ambiente y decidimos irnos de excursión a conocer la provincia aledaña a la nuestra, que, en esta época del año, de todos es sabido que entra en ebullición, con todo tipo de flores eclosionando al unísono.
Sentado frente a un yacimiento arqueológico de belleza y esplendor sin par, me sumí en un piélago de cavilaciones que me llevaron a plantearme hasta qué punto no sería sensato postular que los lugares que acumulan más historia gozan de una ubicación geográfica que se presta a tal efecto. Al fin y al cabo, había sido toda una macedonia de pueblos la que, durante, qué digo cientos, miles de años, se había consagrado a troquelar el paisaje de en derrredor. Me acordé, a su vez, de aquel profesor que me daba clase de niño y que, en su momento, logró persuadir al colegio para que acogiera a un equipo de arqueólogos americanos dos meses al año durante toda la década de los ochenta. Su trabajo consistía en desenterrar todos los pedruscos, mosaicos e iglesias que, varios lustros más tarde, acabarían allí expuestos ante nosotros.
Hasta poco antes de acabar él también bajo tierra criando malvas, mi padre me solía llevar a aquel sitio arqueológico. Le gustaba observar las molestias que el destacamento de expertos se tomaba por desempolvar el pasado. Sus esfuerzos denodados por sacar a relucir la historia se toparon, pues, inicialmente, con la aprensión de la plebe, que era de la convicción de que los frutos que daría el tesón que ponían en barrer con cepillo de dientes el exterior, polvo y escombros por naturaleza, no trascenderían a nada que no fuera la instauración de un espectáculo circense, para lo que, por lo menos, parecía que ya disponían de las carpas y los monos de feria. Pese al escepticismo generalizado, acabaron restaurándose iglesias, descubriéndose todo tipo de criptas y pasadizos subterráneos, y reconstruyéndose el puente que une las dos colinas entre las que se extiende la ciudad de Abila, que, todo sea dicho, es una auténtica obra maestra de ingeniería.
La subida nos dejó sin resuello, pero, una vez hubimos alcanzado la cúspide, nos alegramos de estar en presencia de las ruinas que dan fe de lo augusto que fue el apogeo que llegó a alcanzar la ya extinta civilización bizantina. Las dimensiones y proporciones de los pilares nos dejaron boquiabiertos. Nos detuvimos in situ, clavados, como si hubieramos visto una esfinge planeando sobre nuestra cabezas. Ciertamente, es una ciudad digna de ser explorada en profundidad, fundamentalmente por aquellos que tengan interés en que sean unos muros de piedra los que traten de revelarles los intríngulis que encierra la Historia.
Todos hacían cola para tocar las columnas, mientras disfrutaban de las espléndidas vistas de la campiña. La mayoría tomaba fotos de los monumentos más importantes para llevarse un recuerdo de lo esencial. Las horas se nos pasaron volando y, de pronto, sentimos un agujero en el estómago, por lo que primero nos sentamos un rato y luego nos pusimos manos a la obra a preparar el almuerzo postergado. Habíamos traido carne para hacer a la brasa. Todos contribuímos en la medida de nuestras posibilidades a hacer del picnic un banquete fastuoso. Mientras unos marinaban la carne, otros atizaban el fuego, aprestaban los refrigerios, o aparejaban los trebejos al servicio del divertimento post-francachela, … También hubo quien se limitó a hacerse mentalmente a la idea de ponerse tibio. A medida que el día de solaz cultural fue llegando a su fin, mi curiosidad por saber más acerca de la historia de aquel lugar fue en aumento.
Nada más acabar de comer, emprendimos el viaje de vuelta. Cruzamos por el puente que une las dos colinas sobre cuyas faldas descansan los restos de la antigua ciudad de Abila, y aprovechamos para alegrarnos la vista con el hermoso paisaje, plagado de los granados y olivos que pueblan toda la región. La panorámica acaparaba toda nuestra atención. Sin embargo, enseguida le dimos esquinazo al adentrarnos en un cementerio de antiguallas con muros y techos pintarrajeados, en el que, además de lápidas en un estado deplorable, también se almacenaban lámparas de aceite, estatuas y retazos de mosaicos. De toda la visita, la estructura que a mí más me atrajo fue la iglesia de Umm al-Amad, que me recordó una barbaridad a la Basílica de la Natividad y al Santo Sepulcro de Palestina. Por si todo lo mencionado con anterioridad fuera poco, el parque arqueológico alberga el sistema de alcantarillado de mayor longitud del que se tiene noticia que date de la época de las antiguas civilizaciones y cuya cloaca principal mide 140 quilómetros y atraviesa por debajo de la ciudad histórica. Finalmente, no se nos ocurrió mejor forma de concluir nuestro viaje en el tiempo que yendo a saciarnos la sed pegando el morro a la fuente de agua dulce de Abila, que aún a día de hoy continúa irrigando los cultivos de la región, que, en primavera, son un regalo para la vista.
«¡Bendito sea el nombre de tu Señor, el Majestuoso y Honorable!» (Alcorán, 55: 78)
Escrito por Ibrahim Mustafa Abdallah.