Esta historia se halla inspirada en la masacre que he visto en las noticias que ha ocurrido en Mabuja, que es un pueblecito sirio con mucho encanto que tuve el placer de visitar en el viaje que hice al país años atrás.
Me balanceo suavemente con mi ángel de tres añitos recién cumplidos en el regazo, en un intento de sosegarla y adormecerla. No ayuda que las paredes sean de papel y fuera se esté desatando una hecatombe de proporciones bíblicas y niveles de decibelios por las nubes. Una explosión hace temblar la casa y despierta a mi niña, que prorrumpe nuevamente en llanto. Me pongo entonces a cantarle en voz baja, al tiempo que le acaricio su sedosa cabellera. Me envuelve el dedo con su manita, me mira con ojos inundados en lágrimas y me lo estruja. Yo asiento con la cabeza; sé que es su forma de suplicarme que la mantenga a salvo. El ataque a nuestro pueblo ha comenzado al caer la noche. Yo me he despertado con el ruido de los bombardeos y lo primero que he hecho es correr a comprobar que mi ángel estuviera ilesa.
Oírla berrear me desgarra por dentro. Aún recuerdo lo nervioso que me puse la primera vez que la sostuve en mis brazos. Mi madre me ordenó que le susurrara al oído derecho la llamada a la oración y a mí apenas me salía la voz; tal era la angustia que me suscitaba provocarle el llanto. Cualquiera diría a juzgar por mi complexión y mis maneras, cuya tosquedad se debe en gran medida a que me he dedicado toda mi vida a trabajar en una fundición, que me afecte tanto ver llorar a mi pequeña, pero lo que la gente no sabe es que, tras mi fachada de bestia parda, late un corazón sensible.
Carraspeo para aclararme la garganta y reanudo mi gorjeo tratando de afinar para no asustarla más de lo que ya el estrépito procedente del mundo exterior propicia que uno se sobresalte de por sí, con tiroteos, cánticos de victoria y loas a la divinidad omnipotente de turno que resuenan por doquier al son de alaridos femeninos y súplicas masculinas. Ya no queda nadie en todo el pueblo con capacidad de plantarle cara a los agresores. La mayoría, o bien ha logrado huir, o bien ha caído en el campo de batalla.
Continúo meciendo a mi niña como si tal cosa, tratando de neutralizar el fragor de la contienda que se libra a las puertas de la casa con la nana que me sé, la que me cantaban a mí de niño, la que me sale sola y se me desliza como si nunca me hubiera parado a prestar atención a la letra. “Duérmete, mi vida, duérmete, corazón, que tu padre va a atrapar una palomita para ti y degollarla”, canturreo mientras de afuera me llega el grito de guerra de los barbudos fanáticos. Se ve que las ansias de derramar sangre las llevamos en la ídem, que hasta se las transmitimos a nuestros retoños en las canciones de cuna que entonamos para ayudarles a conciliar el sueño.
De pronto, comienzan a aporrear la puerta de entrada. Ha llegado la hora de la verdad. Me lleva un rato percatarme del todo. Sigo meciendo a mi niña. Fuera continúa la carnicería. Me aprieto a mi niña contra el pecho, sujetándole la cabeza con una mano. Ha dejado de llorar. Vuelven a aporrear la puerta, esta vez, con tal pujanza que los muebles que he puesto delante de la puerta para bloquearla se tambalean. Le acaricio la frente, el pelo y el lóbulo de la oreja a mi ángel. Es una estrategia que siempre funciona para tranquilizarla. Siento como su cuerpecito pierde algo de rigidez. Su respiración se acompasa a la mía. Ladea la cabeza, cierra los ojos y se queda dormida en mis brazos. Parece como salida de un cuento de hadas, como si no perteneciera al mundo infernal que la rodea, así de pacífica como se la ve.
Me gusta observar su carita de ángel cuando está dormida. Con la fuerza que requiere alabear una barra de metal, le retuerzo y parto el cuello. Oigo el crujir de los huesos. Rápido e indoloro, y, al cabo, mi ángel, liberado del cuerpo que lo amarraba a este mundo y que ahora yace inerte sobre mi pecho, puede retornar a su hogar, uno que tal vez nunca debiera haber abandonado.
Tiran la puerta abajo. “¡Dios es grande!” lo silencia todo. Ya me pueden hacer lo que quieran, flagelarme, abrirme en canal como a un cochinillo o pulverizarme la osamenta al completo, que yo dejo este mundo en paz, satisfecho de haber logrado ahorrarle el sufrimiento del final a mi pequeña.
Escrito por Sara Alamaliya.