Una señora mayor pasa por mi lado. Me pongo a pegar saltitos para apelar a su humanidad, enternecerla y que me dé limosna. Mi estrategia, que he ido sofisticando con los años, parece surtir efecto una vez más. Se para, se saca el monedero del bolso y me echa algo de calderilla a la escudilla. Cuento mi botín mientras se aleja. Debo conseguir juntar un mínimo de trescientas libras para que mi padre me permita volver a entrar en casa.
Hace un frío que pela. Me arrebujo en mi camiseta y me froto las piernas para entrar en calor. Tengo ropa más abrigada en casa, pero mi padre no me deja ponérmela para salir a mendigar. Se trata, pues, de dar, cuanta más pena, mejor, y un crío de nueve años pidiendo en la calle al tiempo que tirita es, por lo visto, lo más parecido que existe a un mecanismo diseñado expresamente para derretir corazones.
Se acerca una pareja joven. Al verme, él le aprieta a ella la mano y ella aparta la mirada. Sonrío: reúnen todos los requisitos de las presas fáciles. Nada más avistarlos, sé que los tengo en el bote. Me esmero en poner mi mejor cara de desesperación para darles pena. La mirada que me arroja ella me revela que he logrado conmoverla. Él me tiende un billete y ella, tras suspirar lastimeramente, otro. Trato de que no se me note demasiado lo complacido que estoy. Con lo que me han dispensado, me han reducido la jornada laboral significativamente. Por un lado, me siento orgulloso de mi hazaña, por otro, no sé por qué, un poco culpable.
Entro en el café de la esquina. El camarero enseguida me ordena que me largue. No obstante, en ese momento, un jeque que se halla sentado a una de las mesas me hace señas para que me acerque. Saca un par de billetes de la cartera y me los entrega. ¡Son más de seiscientas libras! Ya puedo volver a casa. No obstante, antes de emprender el camino de vuelta, decido sentarme a tomar una taza de salep caliente. Me la puedo permitir. El jeque, al verme tomar asiento, suelta una carcajada. Seguidamente, llama al camarero y le ordena que le cobre a él lo que yo acabe consumiendo. Todo indica que le he resultado simpático, pero caerle en gracia a alguien no equivale a importarle. Eso lo he aprendido yo con el tiempo.
La reportera que muestra la enorme pantalla de televisión que se encuentra en el interior del café parece estar a punto de quedarse pajarito. Se halla hablando de las duras condiciones de vida a las que han de hacer frente los residentes del campamento de refugiados desde donde se dirige a su público y donde, según su testimonio, ya han muerto varios niños a causa de las bajas temperaturas. A mí, sólo de verla, me da frío. Rodeo la taza de salep con ambas manos para absorber el calor que desprende. Le pego un sorbo y me quemo la lengua. Es el precio a pagar por quitarme la gelidez que se me ha instalado en el interior y lo pago con gusto.
De pronto, aparece un niño tras la reportera. Debe tener mi edad. Se le ve como ido. La reportera continúa comentando. Asegura que los que han ido a parar a ese campamento de refugiados lo han perdido todo en la guerra. Me quedo mirando al niño. ¿Tú también?, le pregunto, como si pudiera oírme. A lo mejor, tenías todo cuanto pudieras haber deseado: casa, ropa limpia, posibilidades de asistir al colegio, amigos, juguetes, … tal vez incluso una bici.
Entonces, empieza a parpadear compulsivamente, como si estuviera a punto de darle un ataque. Levanta la mirada del suelo y la clava en el objetivo de la cámara, en mí, más concretamente. ¿Me habrá oído?, me pregunto. Nos quedamos así un rato, examinándonos respectivamente. Lo cierto es que se le ve hecho polvo. Me hace sentir mal. Una lágrima cae rodando por su mejilla. Mira a otro lado, como si no quisiera que le viera en ese estado. Estoy acostumbrado a envidiar a los otros niños, pues generalmente se hallan en una situación más aventajada que la mía. Ver a estos, sin embargo, que parecen haberlo perdido todo, me desgarra por dentro. Me acabo mi salep de un sorbo. Le echo una última mirada a modo de despedida y reconocimiento, pues he de admitir que el muy cabrón me supera en aquello a lo que me dedico.
Escrito por Nesma Atef.