Ganador del segundo premio del concurso literario «Las mil noches y un amanecer»
No sabía que el bus fuera a pasar por delante de la Plaza de los Abasíes. Llevaba dos años intentando evitar dejarme caer por ahí, pero el anciano conductor había decidido hacer caso omiso a la angustia que les pudiera producir a los pasajeros tener que atravesar aquella zona controlada por las filas del Frente.
El bus se acercó al acceso de la plaza que limita con el barrio de Zabaltani y condujo por delante de unos enormes neumáticos arrumbados a un lado del camino. En ese momento, pese a haberme instalado la tensión en estado de alerta, era incapaz de refrenar el aluvión de recuerdos que se agolpaban en mi cabeza. Viramos a la derecha, donde se alza el gran polideportivo bautizado con el nombre de la plaza: Polideportivo Internacional de los Abasíes. Frente a aquel polideportivo, me había pasado yo hacía unos años horas colmadas esperando a que pasara cualquier medio de transporte que me pudiera llevar de vuelta a casa en las inmediaciones de la campiña damasquense de Guta oriental.
Por aquel entonces, no se conocía como la campiña de Guta oriental. Cada una de las distintas regiones que comprendía recibía su propia designación: Jobar, Zamalka, Irbin, …, y así sucesivamente. El caso: yo me dedicaba a esperar allí, bajo un sol justiciero o a altas horas de la noche, aterrado por las represalias de llegar tarde a casa. Al final, poco antes de que nos mudáramos, llegó el invento del móvil, que resolvió todos esos problemas de un plumazo.
Me palpé el móvil cuando torcimos aproximándonos al centro de la plaza. El jardín conservaba su aspecto, o su último aspecto, mejor dicho. El ayuntamiento había demolido el antiguo jardín al decidir construir un túnel gigante que atravesara la plaza por debajo. El jardín fue entonces reemplazado por un bosque de atroces columnas metálicas, cuyo sentido aún escapa a mi comprensión.
Durante el giro, oímos una ráfaga de ametralladora y sentí un brochazo de piel suave rozarme la mano. El dorso de mi mano había rozado el antebrazo de una joven veinteañera que no había visto subir al autobús y posicionarse a mi lado. Estaba agarrada a uno de los asideros que cuelgan de la barra del techo, esos ganchos que siempre me recuerdan a horcas. Pero en ese momento no estaba a acordarme de las horcas, como tampoco a fijarme en el semblante de la joven. La corriente de los recuerdos arramblaba con todo a su paso, hasta con el miedo que debería de haberme infundido oír el tiroteo.
El conductor completó finalmente la vuelta alrededor del centro de la plaza y se acercó a la entrada del distrito de al-Qusur. Detuvo el autobús al principio de la calle de La Iglesia de Nuestra Señora para que se apeara uno de los pasajeros y, acto seguido, reanudó la marcha. Los bancos de piedra al lado de la iglesia se encontraban completamente vacíos. Nadie se hallaba ocupándolos, como solíamos hacer nosotros cuando íbamos al colegio. El bus se paró en seco, mi mano se resbaló del asidero del que me agarraba y sentí cómo un mechón de pelo de la joven veinteañera irrumpía en mi boca. El frenazo había sido tan súbito que hizo que la gente dentro del autobús chocara los unos con los otros. El mechón de pelo sabía amargo y me provocó arcadas.
En el interior del autobús se armó un jaleo de aúpa. Por lo visto, el conductor había frenado el autobús por un gato que había cruzado a toda prisa por delante del morro. Los pasajeros comenzaron a recuperar la respiración, al tiempo que algunos se pusieron a soltar chistes macabros sobre lo hilarante de la situación. “Lo que nos faltaba, esquivar las balas para que venga a acabar con nosotros un gato que cruza la calle”, sentenció un señor mayor, a lo que, en respuesta, todo el mundo profirió sonoras carcajadas.
De pronto, sentí unas ganas tremendas de bajar del autobús. Apreté el botón de parada a un lado de la puerta trasera, pero no emitió sonido alguno. ¡Estaba estropeado! Resultó que el anciano jocoso había advertido mi intento de apearme, por lo que gritó: “¡Abra atrás!” El resto de los pasajeros creyó que se trataba de otro chiste, por lo que todos se echaron a reír nuevamente. Sin embargo, por suerte, el conductor abrió la puerta de atrás.
Bajé del autobús y mis pies tocaron el suelo de la calle. Quería retomar el hilo de los recuerdos antes de que se me escabuyeran. Era peligroso volver en dirección a la plaza, pero necesitaba rendirme a las sensaciones que se apoderaban de mí. Por consiguiente, di media vuelta y me dirigí hacia la plaza.
El autor, Waseem Sharqy:
Escritor y dramaturgo sirio.