A las ocho de la tarde, retiraron en el aeropuerto de Estambul la escalera de acceso al avión con rumbo de vuelta a Kuwait. La azafata me arrojó una sonrisa para darme la bienvenida a bordo. Yo se la devolví distraída con la tarjeta de embarque que sostenía en la mano, de cuyos guarismos intentaba colegir dónde debía asentar mis posaderas. Asiento asignado: E11. Aún conservo la cifra grabada en mi memoria. Llegué a la fila de mi asiento y, junto a la ventana, me encontré sentada a una niña pequeña. Se hallaba hecha un ovillo en el asiento. Se había echado a la cabeza la capucha de la parka que llevaba, que la envolvía como si se tratara de una crisálida, engulléndola por completo. ¡Ni que nos halláramos encallados en el círculo polar ártico! Vestía un conjunto que distaba mucho de parecer fruto de una elección estudiada. Poseía rasgos del África Tropical. La miré a los ojos y vi que los tenía enrojecidos. “Seguramente sea cosa del cansancio o del estrés”, ...Leer más
Autor: Rita Tapia Oregui
Hogar, dulce hogar
Al regresar a mi comarca natal de mi estancia en el extranjero, me percaté de lo mucho que la había echado de menos. Todo me parecía infinitamente más maravilloso de lo que me había parecido con anterioridad. Los árboles, altos; sus flores, coloridas; los pájaros que se posaban sobre sus ramas, de recias cuerdas vocales. Y, ¿qué decir del aire puro? Era de un terapéutico que los que padecían de bronquitis no tenían más que respirarlo para sentirse renacer. Me había pasado los mejores abriles de mi vida en esta región y el tiempo restante, suspirando por volver, con los recuerdos punzándome las entrañas. Cuando mi madre cayó enferma, sentí que el mundo se me venía abajo. Me acababan de ofrecer un puesto de interino en el hospital de mi pueblo natal y entre mis recién adquiridas prioridades como joven doctor figuraba la de asegurarme de que la atención que dispensara el hospital a los pacientes de la comarca fuera irreprochable, exquisita cuando menos. A primera vista, mi madre no parecía haber contraído nada grave. Le diagnosticaron ...Leer más
Aborreciendo la vida
Mustafa era un joven que frisaba en los treinta años y que durante la universidad se echó una novia llamada Hayam. Al poco de licenciarse, decidió formalizar su relación, por lo que fue a pedirle la mano de su amada al padre de ella, un alto dignatario que no acababa de ver con buenos ojos el idilio entre su hija y Mustafa porque él aún no había encontrado trabajo. No obstante, ante la porfía de Hayam, al padre no le quedó otra que acceder a que se prometieran.
Los meses se sucedieron, pero la situación permaneció invariable. No parecía importar lo mucho que Mustafa se esforzara en encontrar un empleo, la suerte no parecía estar de su parte.
Aquella noche caían chuzos de punta. De pronto, le sonó el teléfono. Era su prometida. Lo llamaba para informarle de que su padre jamás cejaría en su empeño de interponerse entre ambos y que a ella no le quedaba más remedio que acatar sus órdenes y plegarse a su voluntad porque había tratado de estrangularla.
Mustafa colgó sin saber si debía sentirse más o menos ofuscado que ...Leer más
Recordar a intervalos para recordar con cariño
Me sentía desfallecer con cada paso que daba. Las rodillas habían comenzado a temblequearme. Me hallaba siguiendo el curso del río para llegar a la casa donde nací, que se asienta cerca del pozo de la campiña de Quaà Asserasse. No había probado bocado en todo el día y el efecto de los porros estaba a punto de dejarme fuera de juego, al albur del viento, que, por intuito de su díscolo talante, no dudaría en llevárseme volando como una mísera hoja de papel. Llevaba días sin pegar ojo por la angustia que me producía la mera idea de regresar a casa. Pero, ¿a qué se debía?, ¿por qué sentía que, pese a llevar tiempo preparándome mentalmente para ese momento, el tan anhelado retorno a casa me iba a dejar con un palmo de narices? Tal vez estuviera relacionado con el hecho de que, pese a estar avanzando aparentemente, con cada paso que daba, en el fondo, me sintiera retroceder.
Al rato, me hallaba frente a la puerta principal. Las cortinas de la entrada estaban echadas. Del interior de la vivienda emanaba música ...Leer más
La Calle de la Misericordia
Salgo de la mezquita AlHamad al concluir la oración del viernes. Ni zorra de sobre que ha versado el sermón de hoy, no me he enterado de nada. Aparte de largo y repetitivo, la declamación me ha parecido nefasta. No obstante, me ha provisto del espacio de tiempo necesario para prepararme mentalmente para la cita que tengo en un rato.
Cruzo la calle que corre paralela al canal Mahmudiya y me meto por la calle de la Misericordia. En 500 metros de distancia, me toca poner fin a 35 años de distanciamiento. Toda la vida se me ha dado de vicio buscarle las cosquillas. Uno de mis muchos talentos innatos. No obstante, esta vez me da más reparo que de costumbre despertar a la bestia que sé que habita en su interior. Camino pisando huevos por miedo a caerme en una zanja, en un agujero negro de los que se obturaron en una de las últimas obras que se llevaron a cabo en esta calle y que ...Leer más
Como caído del cielo
Nos hallábamos confinados en el patio de la Gran Mezquita. La noche se manifestaba tenebrosa y lúgubre de solemnidad. Nos había encerrado un tuerto abyecto, que parecía salido de una mazmorra del averno. No conocía rival a la hora de ejercer de depravado y de decapitar a gente inocente. Era un nigromante experto que había plantado la corrupción sobre la faz de la tierra. En Levante, había empujado a la mayoría al borde del precipicio. Nosotros, no obstante, no teníamos pensado rendirnos a la primera de cambio. Nos dedicábamos a suplicar al Señor que nos enviara a uno de sus combatientes para que nos liberara y le sacara al tuerto su ojo remanente. Finalmente, un día, vimos descender del cielo en picado a un hombre a lomos de una acémila que parecía un ángel. A unos palmos de distancia del minarete, el caballero ralentizó el trote de su montura posando sus manos sobre las alas del ángel. Seguidamente, se coló en el interior de la mezquita por uno de ...Leer más
Se sueña en balde
En su reloj dieron las diez y media de la noche. El señor Nostalgia se encontraba solo en la calle en penumbras, rodeado únicamente de sus bártulos. Una fuerza desconocida lo había remolcado hasta aquel lugar. Frente a él, se erguía un edificio que desprendía cierta familiaridad. Esperaba que la sensación de relajación que le transmitía lograra enfriar la bola de fuego que sentía arder en su interior. Asomó la cabeza por el portón de entrada.
Minutos más tarde se encontraba en el interior de la casa de Vida. Había llegado hasta allí siguiendo un aroma que, como una hebra de luz, lo había guiado por el tramo de escaleras. Se echó a los brazos de Vida y, acurrucado en su regazo, se sintió renacer con el mundo a sus pies. Ella se quedó estudiando su semblante, tratando de entrever su lado bueno, o, por lo menos, el que a ella le caía en gracia. Durante todo el tiempo en el que había permanecido ausente, jamás había perdido la esperanza de volver a verle. Sabía que él no ...Leer más
Nostalgia
La calma se cernía sobre el pueblo aquella mañana. Era el día de la fiesta de la primavera. Nuestra casa era la única con las luces encendidas. Yo había sido la primera en despertarme y, nada más salir de la cama, lo primero que había hecho había sido correr de una habitación a la siguiente a despertar a mis padres, a mi hermana y a mis hermanos.
-¡Ale, en pie, hora de irse!
Mientras esperaba a que mi familia acabara de vestirse y acicalarse, me dediqué a atiborrar la mochila de bocatas y a meter botellines de agua y latas de Pepsi en bolsas de plástico. En cuanto mi padre hubo acabado de bregar con sus intestinos, cerramos la puerta y nos fuimos.
Poco antes del mediodía, llegamos a una ciudad que bullía de gente. Nos apeamos delante de un puente larguísimo, cuyos pilares hendían el agua.
Miré a mi padre.
-¿Son estos los Puentes Benevolentes? -pregunté.
-Equilicuá.
Nos detuvimos a contemplar las aguas cristalinas y otros puentes, cuyos arcos parecían portales por los que atravesaba ...Leer más
La OEA, el porro y el anciano turco
Esta historia trata de dos personas que, pese a compartir el 25 % de su material genético, pertenecieron a generaciones que parecen haber vivido en eras distintas. Sara se encontraba en una gran plaza que había cambiado de nombre varias veces a lo largo de la historia. Era la más grande y la más famosa de la ciudad. Frente a ella, se erguía un edificio que se remontaba a época preislámica. Asimismo, otro de los edificios que bordeaban la plaza, el rojo, lucía una inscripción que indicaba que el monumento databa de antes de Cristo, o, lo que venía a ser equivalente, de antes incluso de que se comenzara a registrar el paso del tiempo.
Sara se hallaba esperando al tipo con el que había quedado para que le vendiera un canuto de María. Por aquellos lares, estaba fatal visto que las mujeres fumaran hierba, que fumaran, a secas, fuese lo que fuere. Fumar estaba terminantemente prohibido. Cuarenta años atrás, Sara quedaba con sus amigas para fumar en ese mismo lugar. Por ...Leer más
Reacción visceral a la atrabilis
Era de noche. Sami se hallaba sentado en el parque de la isla del Nilo que se encuentra frente a la Ópera de Egipto. A su alrededor se erguían rascacielos y flotaban barcos que esmaltaban de azul eléctrico las oscuras y tranquilas aguas del Nilo. De fondo, tronaba la machacante música que despiden los atavoces de los barcos que organizan recorridos por el Nilo para turistas y locales, a los que se apuntan todos aquellos que desean olvidarse durante un rato del suplicio que supone tener que vivir día tras día acoplado a la maquinaria de la realidad que hace emparedados con el libre albedrío del individuo, y que, lamentablemente, no duran más que media hora a lo sumo.
De todas formas, Sami no estaba al chunda chunda. Se había puesto sus cascos para escuchar la música que se había descargado de Internet, ese universo paralelo en el que uno se puede guarecer del régimen totalitario que impone el mundo real, en el que uno puede saltarse sus normas, ...Leer más