Gracias.
Dos montes, el Ebal y el Gerizim, uno frente al otro, uno oscuro y deshabitado, y el otro, poblado y animado. Los caminos se hallan infestados de apóstatas que ahora se dedican a aullar al vacío y sólo los lugareños saben cómo sortear sus emboscadas. Desde donde se encuentra, se ve la ciudad que se extiende en el valle. Sus luces brillan, ora como fuegos fatuos, ora como la bisutería engastada en un vestido de novia. Las nubes que se deslizan sobre ella se tornan del color púrpura de lo derramado en pos de la independencia.
Se había pasado los últimos años haciendo oídos sordos al grito de auxilio de su gente, todo para, al final, darse la vuelta un día y hallarse completamente sola. Fue entonces cuando decidió regresar a la ciudad de la que conservaba un recuerdo agridulce. Había sido un arduo camino de vuelta y tener que escalar hasta la cima del monte no había ayudado a efectos de aligerarle la carga que llevaba sobre los hombros. Pero ahora ya estaba allí, frente a ella, ...Leer más