Gracias.
Dos montes, el Ebal y el Gerizim, uno frente al otro, uno oscuro y deshabitado, y el otro, poblado y animado. Los caminos se hallan infestados de apóstatas que ahora se dedican a aullar al vacío y sólo los lugareños saben cómo sortear sus emboscadas. Desde donde se encuentra, se ve la ciudad que se extiende en el valle. Sus luces brillan, ora como fuegos fatuos, ora como la bisutería engastada en un vestido de novia. Las nubes que se deslizan sobre ella se tornan del color púrpura de lo derramado en pos de la independencia.
Se había pasado los últimos años haciendo oídos sordos al grito de auxilio de su gente, todo para, al final, darse la vuelta un día y hallarse completamente sola. Fue entonces cuando decidió regresar a la ciudad de la que conservaba un recuerdo agridulce. Había sido un arduo camino de vuelta y tener que escalar hasta la cima del monte no había ayudado a efectos de aligerarle la carga que llevaba sobre los hombros. Pero ahora ya estaba allí, frente a ella, para recibir lo que le fuera a aportar con brazos abiertos.
Gracias.
Aquel día había abierto los ojos a la claridad con la que se manifiesta la realidad y había observado, exultante de felicidad, al borde de las lágrimas. Estaba cursando su último año de carrera en una universidad que le había llevado a exprimirse los sesos para descubrir el quid de cómo permanecer fiel a su legado cultural a toda costa y que compartía con su ciudad roja el enfoque derrotista de su futuro, como especie nacida para anclar la mirada en la oscuridad de la noche, mirando al vacío con vehemencia.
Y la orientación del viento hace ondear la bandera en el sentido que apunta hacia el lado umbrío del monte. Ella sólo espera encontrar un lugar donde amar sea seguro. Sonrió, estaba convencida de que la clave para conseguir que un lugar resultara acogedor residía en fundirse con él en un cálido abrazo y en entregarle las llaves de su corazón.
Gracias.
Se rió para sus adentros. Anda que si es inescrutable la senda del Señor. El beduino se pasa la infancia pastoreando, tocando la flauta y tentando el terreno, para no precipitarse por un acantilado. Nunca hay tiempo para descansar. El beduino conoce la belleza del silencio y lee en el silencio de la belleza lo que traba la lengua, ciega la vista y nubla el entendimiento. ¿Cómo se describe lo que se queda grabado en la retina de lo que transgrede las fronteras entre colores y proyecta en la mente la imagen de universos paralelos? ¿Cómo, el patinaje de nubes rojas sobre la superficie que forma la córnea del Altísimo y las mejillas encendidas, como velas en un jardín otoñal? ¿Cómo ha de comprender quien se dedica a cultivar el campo los secretos que desvelan las plegarias que se rezan en la mezquita de la naturaleza humana?
Gracias y adiós. Por mucho tiempo que pasara, jamás dejaría de sentir la suavidad de su tierra en la palma de la mano, ni podría olvidar el sabor del néctar que se extrae de sus frutos, ni lo pétrea que resultó ser aquella piedra a la que pegó una patada de niña y con la que reventó el cristal del vecino, ni mucho menos a sus habitantes, que se han prendido fuego para resucitar otro día como áves fénix.
El tiempo pasó en un abrir y cerrar de ojos. Ella pensando que el lugar del que uno es oriundo se apodera de uno y no deja nunca de instarlo a que retorne a sus orígenes, cuando resulta que, al final, uno es el lugar. Gracias por no cambiar nunca.
Escrito por Fuad Zubeidat.