Están a punto de dar las cuatro de la madrugada y yo, sin poder pegar ojo. No suelo padecer insomnio. Por norma general, mi cama es mi lugar favorito. No obstante, esta noche parece haber encogido. Me levanto y salgo de la habitación. Me dirijo hacia la amplia terraza de la casa en la esperanza de que el aire fresco me despeje y me alivie la angustia que siento y que me espanta el sueño.
En la terraza, reina un silencio religioso que únicamente se ve interrumpido por los bocinazos que pegan de tanto en tanto los coches que circulan por el barrio. La imagen que me devuelve la calle al asomarme por la terraza es la de siempre, una que no olvidaré mientras viva, pues ha formado parte de mí desde que tengo uso de razón. Tanto la calle como la terraza han sido testigos de gran parte de lo que me ha acontecido en la vida: lo bueno, lo malo y lo inenarrable.
Pongo agua a hervir para prepararme una refrescante taza de té. Después, le añado a la solución tres clavos y una cucharada de miel. En cuanto el té está listo, me lo sirvo y me lo llevo a la terraza. ¿Por qué me está costando tanto conciliar el sueño esta noche cuando el resto del mundo duerme a pierna suelta? ¿Qué es lo que me abruma? ¿Qué es lo que me mantiene en vela? Respiro el aire puro. Ni una nube surca el cielo.
Puede que lo que me pase sea que no me siento con fuerzas para admitir lo que me ronda la mente. No obstante, sé que debo hurgar en mis heridas para permitir que cicatricen y evitar convertirme en esclava de mis pasiones. Ha llegado la hora de la verdad. He de encarar los hechos y reconocerme a mí misma que hay algo que me corroe por dentro. Mi novio me ha dejado por otra. No sólo he de reconocérmelo, sino que además debo intentar asumir la nueva situación sin flagelarme por lo ocurrido. Me ha dejado por otra mujer, que no creo que sea ni más guapa, ni más lista, ni más paciente ni más comprensiva que yo. Simplemente, es la que le ha echado el guante. No obstante, tampoco puedo reprocharle que me haya robado a mi hombre, porque, a pesar de haber ido a por todas como una arpía sibilina, ha jugado limpio.
La brisa me acaricia el rostro, hace una noche apacible. Pegó otro sorbo a mi taza de té. Sabe a gloria. Vivo en la calle Esperanza, la calle que asistió al nacimiento y al declive de nuestro amor. Es la calle donde se ha desarrollado todo, de principio a fin. Casi todos mis recuerdos están asociados a esta calle y muchos son de los que pueden dar fe de que la realidad supera la ficción con creces. Saboreo el té lentamente al tiempo que inspiro a todo pulmón. Suspiro profundamente. Ay, ¡qué tiempos aquellos! Esperaba que soltar aquella bocanada de aire me doliera un poco. Esperaba que los ojos se me humedecieran al recordar nuestra historia. Esperaba que me dominara la rabia, que me entrara sed de venganza incluso. Todo lo contrario. Mi del todo inopinada reacción me ha cogido por sorpresa. Podría aseverar sin temor a equivocarme que me ha dejado a cuadros descubrir el aplomo con el que me he tomado este asunto tan sumamente desagradable.
Al principio de la noche se habían apoderado de mí unas ganas mortales de saber quién era aquel ser sobrenatural que me había desbancado. Sin embargo, con el quebrar del alba y el soplar de una brisa matutina, he perdido el interés.
Me quedo admirando la belleza de la aurora, que nunca antes he presenciado, porque siempre me ha pillado dormida. ¡Cuánta belleza se me ha pasado por alto durante todos estos años! Pero ya no más. No voy a permitir que los fantasmas de mi pasado me usurpen la vida. Al fin y al cabo, resido en la calle Esperanza.
Escrito por Noha El Masry.