Criaturas aladas de ralea variopinta

Idlib, Syria

La mañana en que el cielo quedó encapotado por una nube de humo, el aire quedó saturado de la pestilencia que desprenden los cadáveres y los ensordecedores alaridos que profirió la multitud ahogaron cuanto pudiera haber gestado un discurso hilado, el sol había salido como todas las mañanas, más dispuesto a brillar radiante si cabe.

Las festividades daban comienzo al día siguiente y el mercado se hallaba a rebosar de gente (mujeres, ancianos, niños y toda la pesca). Se había creado una atmósfera jovial y agradable. Yo me encontraba allí con mi hijo. En otras circunstancias, tanta animación me hubiera crispado los nervios. Resulta, pues, que no soy un gran entusiasta de ambientes ruidosos. En aquella ocasión, no obstante, poder apreciar lo contento que se le veía a todo el mundo hacía que el jaleo circundante no me molestara tanto.

Me quedé contemplando el olivo que se erguía en la plaza y me puse a fantasear con la perspectiva de que a mis hijos, al crecer en torno suyo, se les pegaran sus virtudes, a saber, fecundidad, altanería, fidelidad a sus raíces y altruismo.

A lo lejos, vi de pronto a una niña vendiendo collares y guirnaldas de jazmines. Llevaba su colorida mercancía colgada de los brazos, y al moverlos, parecía una mariposa batiendo las alas. Me fijé en que, cada vez que vendía una de sus creaciones, lanzaba una mirada al escaparate de una tienda en el que se hallaba expuesto un vestido de fiesta.

—Papá, ¿me llevas a la ciudad de los juguetes? —me preguntó mi hijo en un momento dado.

—Sólo si me das un beso enorme a cambio.

No hube acabado de pronunciar aquello, cuando se empezó a oír el zumbido de los aviones de guerra. Supongo que era de esperar que los muy canallas de nuestros enemigos no fueran a honrar su promesa y se fueran a saltar la tregua a la que se habían comprometido a la torera.

Ordené a mi hijo que se metiera debajo de la mesa del puesto que teníamos a nuestras espaldas para ponerse a cubierto.

De repente, comenzaron a caer bombas desde arriba. La gente entró en pánico y salió huyendo despavorida. A mí me alcanzó un trozo de metralla y a punto estuve de perder el conocimiento. Mi vida entera me pasó como una película por delante de los ojos. De pronto, aparecieron ante mí unas criaturas lumínicas vestidas de blanco y manchadas de sangre, que, seguidamente, comenzaron a ascender al cielo. Yo intenté seguirlas, pero mi cuerpo no parecía por la labor de despegarse del suelo. El cielo se convirtió entonces en un conglomerado de vibrantes puntos blancos y azules. El estrépito a mi alrededor se evidenciaba, ahora sí, insoportable.

Hice acopio de todas mis fuerzas para levantarme y ponerme a buscar a mi hijo. Me sangraba la cabeza, el antebrazo y la cadera. El pavimento se hallaba cubierto de cadáveres. Los puestos del mercado estaban en llamas y el fuego había comenzado a extenderse a los edificios colindantes, muchos de los cuales habían sido derribados por los aviones.

Me puse a llamarlo a voz en grito, al tiempo que removía los escombros. No podía hallarse muy lejos. Imploré a Dios que me devolviera a mi niño sano y salvo, y le supliqué que se me llevara a mí en vez de a él. Otro edificio se desplomó entonces a pocos metros de mí y yo quedé sepultado bajo los escombros. Unos cuantos hombres acudieron en mi auxilio y me ayudaron a salir nuevamente a la superficie. Nada más incorporarme, proseguí mi camino. Debía presentar un estado deplorable, porque la gente intentó disuadirme por todos los medios de que continuara avanzando. Mi prioridad era, no obstante, dar con mi pequeño. De pronto, me tropecé con el cuerpo sin vida de la vendedora de guirnaldas de jazmines. Su mirada seguía clavada en el vestido expuesto en el escaparate de la tienda de enfrente.

 

Escrito por Muhammad Fateeh Zidany.