Lo mismo da cuántas veces me halle ante el templo de Luxor, que su suntuosidad siempre me sorprende. Me atengo al recorrido que hago siempre con mis grupos y me meto por la avenida de esfinges que une el templo de Luxor y el de Karnak, hasta llegar al lago sagrado, que es una auténtica maravilla. Es donde los monjes de aquel entonces realizaban sus abluciones.
Frente al lago, hay un escarabeo gigantesco, al que, en época faraónica, acudían las mujeres para recibir la bendición del dios Jepri y así poder quedar embarazadas. A día de hoy, son fundamentalmente turistas los que se ponen a darle vueltas en la esperanza de que les procure suerte. Yo no iba a ser menos. Le pegué un par de vueltas y me deseé un porvenir portentoso con mi pareja. No pude por más que sonreír pensando en lo ridículamente efectivo que había acabado resultando el método aquel para ganarse el favor del cielo, pues todo cuanto le había pedido al escarabeo hasta ahora, me había sido concedido. Aún lo recuerdo, ¿quién lo hubiera dicho?: la primera vez, deseé poder regresar a aquel templo algún día como guía turística a cargo de un grupo.
Después de la visita guiada al templo de Karnak, reúno al grupo y juntos nos subimos al barco que nos lleva por el Nilo hasta la ciudad de Asuán, a la que antaño se conocía como “la tierra del oro” o Sono, que significa “mercado” en egipcio antiguo, porque solía constituir un puerto importante del comercio con las tierras nubias. Sigue siendo hoy por hoy un lugar estupendo para irse de compras, pues ofrece perfumes, ropa de diseño nubio, estatuillas y demás souvenires en cantidad y de calidad, y así se lo hago saber a mi grupo.
El atardecer sobre las aguas del Nilo es todo un espectáculo. Se levanta una brisa suave y refrescante, que me invita a quedarme fuera hasta que el cielo queda cubierto por un manto de estrellas, que brillan tanto que juraría que se hallan al alcance de la mano.
En el trayecto a Asuán, aprovecharía para contar a mis turistas la historia de Ramsés II, que se casó con mujeres varias, pero, por lo visto, sólo amó sinceramente a una, Nefertari, a la que dedicó uno de los templos que construyó.
Al día siguiente, llegamos a la Isla Kitchener, que contiene uno de los jardines botánicos más antiguos del mundo, en el que crecen unas especies que son ciertamente dignas de adoración. Desembarcamos y me voy a dar una vuelta. Aquí es donde conocí a Ahmed, mi hombre, hace ya años.
Acababa de empezar la carrera de Turismo y Hostelería, y era la segunda vez que visitaba Asuán. Había venido de excursión con unos compañeros de clase. Él me cautivó al instante. Era nuestro guía turístico. La admiración que profesaba por su entorno dejaba intuir lo que le entusiasmaba su trabajo. Procuré quedarme con lo que decía, por si algún día la forma que tenía de, con palabras, insuflar vida a los pedruscos pudiera servirme para pulir mi estilo. Lo cierto es que aún empleo ciertos giros característicamente suyos. Recuerdo cómo, en un momento dado, me advirtió y pausó su explicación un instante para quedárseme mirando arrobado. Al finalizar el tour, se me acercó y se me presentó. Me pasé el resto de la tarde escuchándole hablar, libando el jugo de su embriagadora sabiduría. Mi último día de viaje, se me declaró y me pidió matrimonio. Ni que me lo hubieran contado. Poseía todo cuanto una joven como yo podía desear en el hombre de sus sueños.
Desde que nos casamos, hemos vuelto todos los años a Asuán en vacaciones. Este es el primer año que me he tenido que venir sola, pues él tenía asuntos que quería dejar zanjados en el Cairo. Ojalá estuvieras aquí conmigo, Ahmed, a mi vera, bajo este árbol, donde te me pusiste de rodillas.
¿Quién es el cretino que me manosea el hombro? Me giro. ¡Pero si es Ahmed!
Escrito por Sally Gamal Ahmed.